La discapacidad, explicada a los futuros profes

Norte de Castilla.- Trabajadores y universitarios con diversidad funcional explican a los alumnos de la Facultad de Educación qué obstáculos encontraron durante su trayectoria académica y la necesidad de empatizar con sus necesidades

A veces un cero en un examen es una gran noticia. A Rafa, desde luego, le pareció motivo de orgullo. No por la nota, obvio, sino por su significado. «Tenía un 3, pero el profesor fue tan estricto que por poner Fideas en vez de Fidias me puso un cero. Se lo ha hecho a más gente, está en su derecho». Y con él no hubo excepción. Y esa es la causa de su alegría. Porque Rafa, con discapacidad física y visual, no quería adaptaciones curriculares. Solo igualdad y, si acaso, algo de sentido común.

Él y Antonin, Irene, Beatriz, Noemí, Dorine y Sandra se dedicaron a contar a los futuros profesores qué necesitan aquellos estudiantes que, como ellos, padecen Asperger, o artritis reumatoide, o ceguera en diferentes grados, o sordera. Juan Regueras, de Aspaym Juventud, les habló de ocio inclusivo; Sofía Fernández, de Ilunion, de empleo; y Nelida Díaz de la Mata, de mujer y discapacidad. Unos ochenta futuros profesores y trabajadores sociales escucharon, por ejemplo, que hay discapacidades invisibles. A Irene apenas se le nota, si no te fijas, que apenas ve y oye. No nota el contraste de la pared con los interruptores, o con puertas grises. No distingue los colorines del ‘powerpoint’. Necesita negro sobre blanco. Y varios puntos más en el cuerpo de letra en los exámenes. Solo eso. «A veces, en un examen en el que entramos por orden de lista, te hacen bajar a la primera fila y con eso te clasifican. Es un examen, no necesito ponerme allí», lamenta. Una buena intención acaba en estigma. «Muchos compañeros no lo entienden, se lo van a dar todo hecho, piensan». Reivindica, como Rafa, su derecho a no tener que ser excepcional, a hablar en clase o leer el Instagram si se aburre, «como hace cualquiera». Solo pide que se le eche una mano en aquellas cuestiones que le permiten salvar obstáculos para estudiar.

Lo mejor, siempre, es preguntar. Hablar. Por eso Rafa de la Puente, de Asuntos Sociales de la UVA, quiso que esta ronda de talleres en Educación se convirtiera en una conversación. Los futuros profes son alumnos que preguntan y los que sufren esa discapacidad, responden. «¿Prefieres persona con discapacidad o persona con diversidad funcional?», le cuestionan a Beatriz, con parálisis cerebral y silla de ruedas, pero capaz de andar y sentarse en un pupitre normal de clase. «Me da igual», dice ella al principio. «Es un eufemismo», asume, «pero con tal de que no digan minusválida… Incluso una profesora se refería a mí como inválida, pero yo puedo hacer lo mismo pero de manera diferente».

Sandra cuenta que tiene artritis reumatoide y un chico que la conoce desde hace seis años se queda ojiplático. No lo sabía. «Hay que normalizar algunas situaciones para no hacerlas más grandes. Si necesito ayuda hasta aquí, es hasta aquí», dice ella.

Irene apunta otra cuestión que ninguno de ellos habría podido predecir antes de empezar la jornada. Cuando a su hijo de 7 años le dan en el cole un papelito con instrucciones para una excursión, y él se lo entrega en la puerta a la salida, no lo puede leer. «En este caso quien tiene la discapacidad no es el niño, sino su madre», dice. Y unas letras más grandes bastarían para solucionarlo.

De ahí la importancia de estos talleres a la inversa, en la que los futuros profesores preguntan a los que han vivido los estudios desde los obstáculos añadidos a su discapacidad. Permiten empatizar y conocer las dificultades.Beatriz, desde su silla de ruedas, cuenta que en un cole en el que estudió no había ascensor, así que tenía que subir 90 escaleras. Puede andar, pero con dificultad. Y eso supone un esfuerzo añadido. O más concretamente, noventa esfuerzos añadidos. «¿Qué haríais vosotras?», interpela Rafa de la Puente a las futuras docentes que escuchan su relato. Una tercia con valentía: «La cogemos entre todos y la subimos». Aunque la solución más sencilla la aporta su compañera: «Que su clase esté en la planta baja». «Sentido común», apostilla De la Puente, por cuyo despacho pasan los más de doscientos universitarios con algún tipo de discapacidad.

Antonin, francés, erasmus y con Asperger, le preguntó en ese despacho si no organizaban charlas con los estudiantes para poder explicar su situación, que no es, desde luego, la que se describe en la comedia Big Bang Theory, sino tan compleja como lo es cada caso que se encuadra dentro o en la frontera del trastorno del espectro autista. «Necesito un 33% más de tiempo para hacer los exámenes», dice. Participa en los viajes que se organizan. «Son momentos formidables pero no me ayudan para hacer amigos», cuenta. Hay dos voluntarios listos para echarle una mano, aunque todavía no ha contactado con ellos, y ve a una psicóloga.

Cada caso es individual, único, específico, cuajado de sus propias peculiaridades, explica Rafa de la Puente. Por eso, desde Asuntos Sociales se envía un correo a los profesores que van a tener estos alumnos con necesidades especiales y se les explica qué medidas deben tomar para facilitarles su inclusión académica. La respuesta suele ser positiva.

«Dis-capacidad», silabea Irene, que deja claro que eso de «dis», como lo de «minus-valía» le saca de quicio. En plena charla con un grupito de alumnas de Educación, pide de pronto si pueden bajar un poco más la persiana, que apenas tiene unas rendijas abiertas. La luz le deslumbra.

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