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Así era el farmacéutico de Auschwitz: un ‘dios’ nazi que decidía quién vivía y quien moría

El Mundo.- En 1968, Victor Capesius y su familia acudieron a un concierto de música en Göppingen. Era su primera aparición pública tras haber pasado 30 meses en la cárcel. Al entrar en la sala, el público se levantó espontáneamente y le aplaudió como si estuviera ante un virtuoso del violín.

En realidad, el aplauso estaba dedicado a un virtuoso de la infamia.

A pesar de la desnazificación emprendida en Alemania tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, los tipos como Capesius no eran marginados: al contrario, gozaban de cierto prestigio social. El ciudadano de a pie los veía como víctimas de un sistema que impartía justicia a trazos gruesos, sin contexto.

Caepsius no era a sus ojos un jerarca nazi que había llevado al país hacia la destrucción. Tan sólo era un funcionario competente que había obedecido órdenes, en un lugar y en un momento de la historia equivocados.

El lugar: Auschwitz. El momento: de diciembre de 1943 a enero de 1945. Poco más de un año en la vida de alguien que llegó a los 78.

DE CIUDADANO EJEMPLAR A PSICÓPATA

En aquel momento era un ciudadano ejemplar que pagaba sus impuestos y tenía una farmacia y una tienda de cosméticos. Un representante del milagro económico con el que Alemania occidental asombraba al mundo.

El hombre que fue aplaudido en 1968 había trabajado en su país natal, Rumanía, antes de la guerra como representante de ventas en laboratorios como I.G. Faber y Bayer. Étnicamente alemán, combatió con el ejército rumano hasta que la alianza con Hitler le introdujo en la maquinaria del Tercer Reich.

Durante el apogeo de la Solución Final, la operación diseñada para exterminar a los judíos de Europa, Capesius pasó por el campo de Dachau antes de ser enviado a Polonia. Allí se convirtió en una especie de dios, de juez supremo. Cuando los presos llegaban en tren a Auschwitz, él decidía en la misma estación con un simple gesto quienes podían agarrarse a la esperanza de la supervivencia o quienes eran directamente enviados a la cámara de gas. Una seña que recordaba al azar dactilar de los emperadores romanos en el Coliseo.

«Un ejemplo de ese poder en el que interpretaba a Dios fue cuando Adrienne Krausz llegó a Auschwitz con sus padres y su hermana. Todos habían conocido a Capesius cuando trabajaba en Bayer. Él colocó a Adrienne y a su padre a la derecha (lo que significaba vida), pero mandó ejecutar a la madre y a la hermana», cuenta Patricia Posner, autora de El farmacéutico de Auschwitz (Ed. Crítica), la biografía de este criminal nazi poco conocido por el gran público.

En los años en los que el complejo de campos de Auschwitz estuvo en activo murieron 1,1 millones de personas. Según cifras de Franciszek Piper, el 90% fueron judíos.

En su corta estancia Capesius colaboró, aunque de forma indirecta, con Josef Mengele, el ángel de la muerte que experimentó con humanos en unas instalaciones que aún hoy recuerdan a la casa de los horrores. Entre sus distintas atribuciones estaba también la de la custodia del Zyklon B, el gas letal utilizado en las cámaras.

Si sólo estos antecedentes podrían abochornar a los necios o desinformados que aplaudieron a semejante sujeto en el concierto de Göppingen, queda aún una sorpresa en el currículum de maldad de Capesius: el robo mortuorio.

En Auschwitz, los verdugos arrancaban los dientes de oro de los cadáveres que se hacinaban en los hornos. Todo el botín era guardado en un almacén junto al dispensario del farmacéutico. Cuando el campo fue evacuado al final de la guerra, Capesius cogió lo que pudo y lo escondió en una maleta.

«No sabemos la cantidad exacta robada pero sí que tenía lo suficiente para abrir su propia farmacia después de la guerra», explica Posner por mail.

Cuando todo parecía olvidado y ya integrado en la sociedad civil de posguerra, de repente la memoria de dos hombres puso cerco a su amnesia voluntaria. El primero, Fritz Bauer, primer fiscal judío nombrado en Alemania, y, en segunda instancia, Herman Langbein, un comunista austriaco que había estado preso en Auschwitz. Ambos dedicaron la última parte de sus vidas a llevar ante la justicia a criminales nazis fugitivos. Victor Capesius era uno de sus principales objetivos.

Cuando por fin lo consiguieron, el desenlace fue inesperado. El farmacéutico resultó ser el único de los 22 acusados por asesinato en el gran juicio de Auschwitz (1963-1965) que fue absuelto. No se tuvieron en cuenta los testimonios de los testigos. Su condena se limitó a «complicidad de asesinato». Algo inaudito. «Durante el juicio su único sentimiento fue de indignación, por estar en el banquillo de los acusados», dice su biógrafa.

Poco después, cumplida sólo una quinta parte de la condena, la Corte Suprema lo liberó cuando su recurso todavía estaba pendiente de resolución. Los jueces justificaron esa decisión alegando que sus negocios y lazos familiares en Alemania eliminaban el riesgo de fuga.

El infarto que poco después mató a Fritz Bauer hizo el resto. Capesius vivió el resto de su vida plácidamente. Nunca confesó sentir ningún tipo de remordimiento.

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