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Chabolistas ajenos al coronavirus: «¿Miedo? Esta es nuestra vida»

ABC.- De espaldas a la alerta sanitaria, los asentamientos siguen latentes sin que ninguno de sus pobladores quiera marcharse a los recursos habilitados

Ismail, Ivan y Juliana no se conocen y probablemente nunca lo hagan. Los tres comparten origen, costumbres, desarraigo… Supervivencia, en definitiva. La calle es su única verdad y no están dispuestos a renunciar a ella; no al menos por el coronavirus. La alerta sanitaria golpea, pero ellos ya están acostumbrados. El hambre importa más que cualquier epidemia. ¿Y la vida? «¡Qué vida! Esta es nuestra vida». Repartidos en diferentes asentamientos chabolistas de la capital, Ismail, Ivan y Juliana esperan pacientes la vuelta a la normalidad. Y lo hacen sin perder la sonrisa, ajenos al devenir de una sociedad que acostumbra a mirar para otro lado: «Nosotros aquí. Todo está bien».

Es mediodía y en las troneras de las cuatro chabolas que asoman bajo un puente del paseo de Extremadura la luz entra a cuentagotas. La ropa tendida da la bienvenida a los pocos conductores que transitan por la autovía. No hay vecinos ni transeúntes. A espaldas del poblado, se abre la Casa de Campo, en una suerte de tranquilidad que sus moradores valoran con cautela. «Si no viene nadie, no podemos pedir», cuenta una mujer, que insiste en obtener al menos cinco euros para poder llevarse algo a la boca. La amabilidad reina en el ambiente. También la extrañeza. No todos entienden bien el idioma, así que Ismail es el elegido para interceder con la inesperada visita.

«Hola, ¿qué es lo que queréis?», dice en tono cordial, tanteando las opciones. La respuesta parece ser de su agrado, por lo que anima al resto de presentes a enseñar sus pertenencias. «Mi mujer y yo llegamos aquí hace 11 o 12 años», resume este hombre, natural de Bucarest y padre de dos niños que residen con los abuelos en su país natal. A sus 41 años, Ismail no conoce otra forma de vida. No la quiere. Antes de la crisis, un carrito de supermercado era su mejor aliado: «Recogíamos chatarra para luego venderla». Ahora, en cambio, la quincalla sobresale apilada en un rincón, a la espera de noticias más halagüeñas: «No podemos llevarla, nos han dicho que está prohibido».

Ninguno de los pobladores –en total, malviven en este enclave una docena de personas– está dispuesto a marcharse. «El Samur Social ha venido tres veces en las últimas semanas», añade Ismail, dubitativo entre la necesidad de recibir asistencia y el deseo de mantener esta particular independencia: «La Policía también ha pasado, pero qué nos van a decir». La posibilidad de encontrar acomodo en el centro habilitado para sintechos en Ifema no entra ni siquiera en sus planes. «¡Aquí no hay virus!», corta burlón uno de sus compañeros. El buen humor regresa de nuevo, justo a tiempo de la despedida.

Debajo del puente de la M-30 que marca el inicio de la avenida de la Albufera (en Puente de Vallecas), Ivan y Osman charlan sentados en un colchón que utilizan para pasar las horas muertas. A su lado, se levantan las dos tiendas de campaña en las que duermen, dentro de un pequeño asentamiento erigido en los bajos del distrito que más casos de contagios acumula.

En perfecto español, Ivan hace las veces de intermediario con su amigo, al que un día conoció en el mismo punto donde lleva asentado los últimos cinco años. «Vine de Rumanía en autobús antes de 2008», revela. El año que nombra lo tiene marcado a fuego: «Tuve un problema y pasé los cuatro siguientes en la cárcel». Tras proclamar en reiteradas ocasiones su inocencia, este hombre, de 39 años, rechaza también la opción de acudir a un albergue: «Te pueden robar los papeles, el teléfono móvil…».

Osman, de 52 años, e Ivan acuden a diario hasta una «casa de monjas» cercana para recibir una ración de comida, convertida en su única tabla de salvación. Al igual que los habitantes de la A-5, ambos se ganan la vida con la chatarra, una profesión truncada por el coronavirus. Pese a todo, el miedo al patógeno no hace mella. «Está todo en manos de Dios, si Dios no quiere que tenga casa, no tengo. Si quiere que me contagie, me contagio», prosigue Ivan, quien comparte espacio con personas de nacionalidades muy heterogéneas: españoles, dominicanos, nigerianos…

Fuera del ajetreo urbano, Juliana saluda entre la arboleda de un camino que da a parar al puente de Canillejas. Semiocultos entre la maleza, una decena de personas, de ascendencia turca, han levantado un campamento que estos días no pasa por su mejor momento. «Por las mañanas salimos todos a pedir, pero hay poca gente», subraya Apas Kamel, de 45 años, mientras evidencia su principal problema en tiempos de epidemia: «La Policía no nos deja, dice que el Gobierno no lo permite. ¿Qué Gobierno? El único gobierno que tenemos es este –señalándose la tripa–».

Las cenizas de una pequeña hoguera marcan la hora de comer. Un cuenco repleto de carne, una garrafa de agua y un bote de mayonesa es todo lo que necesitan para hacer olvidar al estómago. «Hasta que llegue el momento de cenar», asevera uno de los más jóvenes. Varios teléfonos móviles y un bote de champú asoman entre los enseres de los moradores, agrupados al cobijo de la sombra que proyecta el ramaje. La ruta termina y solo queda un consuelo: en ninguno de los tres asentamientos hay niños, esperanza de que la vida, por dura que sea, siempre ofrece una tregua.

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