Cuando la escuela es el refugio de sus alumnos
El País.- Se cumplen tres meses sin escuela, una situación que preocupa a los maestros de barrios empobrecidos, donde los centros son un espacio de confort para los alumnos
Niños que están solos en casa. Adolescentes sin un espacio para estar solos. Casas donde solo hay internet en los móviles. Donde ha dejado de entrar dinero. Donde antes de las 12 de la mañana no hay nadie despierto o donde nadie tiene dirección de correo electrónico. Padres que no entienden castellano y no pueden hablar con los profes o ayudar a sus hijos con los deberes, sean textos o vídeos. Adolescentes que no abren la cámara en una clase en línea para que no se vea su casa. Situaciones de violencia. Son detalles que explican docentes de escuelas e institutos de barrios empobrecidos de Barcelona: Ciutat Meridiana, Trinitat Nova o la Zona Franca.
Para muchos alumnos de estos barrios la escuela es un refugio, un espacio donde se sienten acogidos y seguros. Centros educativos donde apenas hay absentismo. Donde a veces, si un niño tiene fiebre a media mañana y le mandan a casa, vuelve después de comer porque está mejor en la escuela. Esta semana estos niños llevarán tres meses sin ir al cole por la crisis del coronavirus. En septiembre serán seis.
“Tenemos que preservar el sentido la escuela, de comunidad de aprendizaje y acogida. Estas dos semanas seguiremos con encuentros virtuales semanales y haremos tutorías presenciales, queremos ver a todo el mundo, no saltar a septiembre como si no hubiese pasado nada, ponernos al día y ver qué necesitan en verano”. Metida en el fregado de los preparativos para reabrir, hablaba el viernes Noemí Rocabert, la directora de la escuela Mestre Morera, en Ciutat Merdiana: “Estamos pensando estrategias para motivarles, que vayan a la biblioteca, al bosque, crear situaciones para fomentar la autonomía personal… no es fácil, no siempre hay acompañamiento, límites o dinámicas familiares de diálogo”.
“Ojo”, aclaraba la directora: “No se trata de culpabilizar a los adultos de nada, pero hay relaciones familiares que se entienden como cubrir las necesidades básicas, probablemente porque apenas los adultos pueden cubrir las suyas, o porque tampoco vivieron este acompañamiento”. La tutora de 5º, Eva Hernández, lo resume así: “En la escuela todo el mundo tiene las mismas oportunidades. En casa, no. Hay familias que han podido ayudar a sus hijos, pero otras no”.
La falta de ordenadores o tablets ha sido otro problema generalizado en estas escuelas. Llegaron, desde la Generalitat o el Ayuntamiento a través del Plan de Barrios, pero no siempre las familias tienen competencias tecnológicas. Rocabert asegura que “la mitad de alumnos se conecta con el móvil de la madre, y todos sabemos que no tiene nada que ver trabajar con un portátil que con el móvil”. Ha habido niños que guardaban turno para utilizar un dispositivo y, cuando les tocaba, se habían acabado los datos. “Esto provoca hambre tecnológica, dejas de existir, de participar”. Con todo, celebra que la mitad de los alumnos ha acabado participando regularmente en las actividades lectivas, una cuarta parte esporádicamente, y una pequeña parte de familias están “desaparecidas”.
También en Ciutat Meridiana, en la escuela Ferrer i Guàrdia, trabaja Anna Miralles. En su clase hay alumnos de 11 nacionalidades. “Hemos intentado mantener contacto con el 100%, he hecho lectura individual dos veces a la semana, y me ha servido para saber cómo están, se mueren de ganas de volver a la escuela. Algunos tienen muy poco acompañamiento familiar, los adultos trabajan fuera, otros se acuestan de madrugada y se levantan tarde, o no tienen un espacio con una mesa”. Con casos complejos ha tirado de imaginación: mira dibujos con un alumno, cada uno desde su casa, y luego lo comentan; o hablan de lo que ven por la ventana. El director de esta escuela, Toni Ferrer, apunta que al inicio recibieron lotes para escuelas de máxima complejidad, con material escolar y juegos de mesa. “En la escuela encuentran seguridad, normas, en casa la situación es dura y no siempre pueden estar por ellos”, lamenta.
Desde el instituto escuela Trinitat Nova, Joan Artigal, señala que el mayor esfuerzo lo han puesto “en mantener un buen vínculo con los alumnos y las familias” y celebra que el centro haya actuado como radar. “Sufres porque visualizas la situación de las familias. El niño no te lo dice, pero sabes lo que es objetivable: sus padres han perdido el trabajo o no tienen dinero para comprar comida”, explica: “Nos hemos autoimpuesto hablar cada semana con ellos, y lanzar propuestas, pero sobre todo saber cómo estaban y los tutores han podido detectar cualquier problema y activar el equipo comunitario. Funcionar como radares nos ha puesto en contradicción, pensar si tocaba o no hacerlo, pero ha funcionado, hemos acompañado, igual hubieran llegado a los mismos recursos, pero con mucho más estrés”.
En este centro, del trabajo comunitario se encarga Otger Cano, que se ha dedicado a trabar “una red entre todos los servicios del barrio, desde la asociación de vecinos, hasta el CAP, los trámites, puntos de reparto de comida”. “Al mantener contacto el instituto ha detectado situaciones como alumnos adolescentes que no tienen un espacio para hablar con intimidad, se habla mucho de los niños, pero los adolescentes son una franja olvidada”, avisa. “Cuando por las vías telemáticas los chavales no se abren, hemos tenido que crear espacios de comunicación”, añade.
De estas edades se ocupa Quim Tubert, el jefe de estudios del instituto Montjuïc, en la Zona Franca. “Te dicen que tienen ganas de salir, hartos de estar encerrados, son edades complicadas”, dice y se muestra preocupado “por el impacto emocional que tendrá la crisis, más que cuestiones de contenidos o aprendizajes, que se podrán recuperar. No sabremos el alcance del impacto hasta que empiece el curso, pero hay un vínculo emocional fuerte, que te manifiestan cuando te ven». «Todos los niños han sufrido con la pandemia, también en entornos estables y de confort, pero en situaciones familiares complicadas mucho más”, concluye.