De aulas y armarios. Ser niño gay en España
El País.- Ahí fuera hay muchas personas sufriendo en silencio en sus pupitres. Así es ser menor y LGTBI en las aulas españolas de hoy
Suena la campana. Se acabó el recreo. Volvemos a clase. Mi mesa está pintada con garabatos y la palabra bujarra. Miradas, cuchicheos, gente riéndose de mí. Un instituto cualquiera, en un municipio cualquiera, en España, en el siglo XXI.
Resulta fascinante cómo nos encanta idealizar, exagerar y rememorar (e incluso, reinterpretar) ciertos momentos de nuestra vida que son, para el común de los mortales, ritos o etapas sociales inevitables. En esta, nuestra cultura nos encanta, además, dotar de cierto realismo mágico a todos los acontecimientos, buenos o malos, anecdóticos o trascendentales, de nuestra existencia (yo soy el primero que lo hace). Cuanto más intenso, mejor. ¿Grises? ¿Para qué?
Pues he venido a intentar contar, en este puñado de párrafos, una visión con filtro Moon (tonalidad grisácea en Instagram) de lo que puede suponer ser menor y LGTBI (Lesbiana, Gay, Trans, Bisexual, Intersexual) en las aulas de hoy en día.
Partamos de la base, por supuesto, de que cada persona vive una experiencia diferente y su relato puede estar cargado de mucho dolor o de mucha alegría. Lo que quiero hacer aquí es un ejercicio de reflexión en contexto.
Hablo de grises porque es indiscutible asegurar que, mirando unas décadas atrás, la situación ha mejorado muchísimo. Y, del mismo modo, permítanme decir que estamos aún a mitad de camino y que no es momento para relajarnos y pensar que está todo hecho. Ahí fuera, ahora mismo, hay muchas personitas sufriendo en silencio en sus pupitres, con ganas de acabar las clases, con ganas de acabar el curso, con ganas de no volver a pisar ese colegio o instituto.
Yo creo que el rito del primer día de colegio, por lo general, está lleno de color. Ganas de conocer, ganas de jugar, ganas de pintar, ganas de ver algo distinto de nuestra casa o a nuestra guardería. Ojalá todos los días hubieran sido como el primero.
Van pasando las semanas y los colores empiezan a perder tonalidad, poco a poco. Primeras pandillas, primeras personitas que no tienen pandillas. Van pasando los meses y ya empiezan a señalarse con mofa las diferencias que están más a mano: gafas, peso, color de piel, altura…Van pasando los años y los chascarrillos ya son motes que te acompañan, los quieras o no, y aparecen nuevas categorías de ataque.
Mucho habíamos tardado en oír mariquita, tortillera, plumón, nenaza, travelo… Y, por si no tuvieras suficiente con las caras conocidas, de repente empiezan a llegar los machitos repetidores, los reyes del patio con dos años de testosterona de más para su curso. Ahí están, para alterar el ecosistema que creías tener medianamente controlado. Se acabaron los colores.
No tiene por qué ser una tormenta, no tiene por qué ser una catástrofe terrible que salga en los periódicos locales, ni una paliza al salir de clase (que las sigue habiendo). Basta con que sea una lluvia fina, constante y grisácea que te recuerda que no tienes derecho a ser plenamente tú sin pagar un mínimo de factura. Aguanta y de mayor ya serás como tus personajes favoritos de la tele o de YouTube. Mientras tanto, jódete (con perdón, reminiscencias de la rabia) porque una infancia libre y una etapa escolar plena no entran dentro del pack de tus derechos.
Gris es que no se hable con naturalidad de la diversidad, que no se explique la diferencia entre sexo y género, que no se hable de forma didáctica y apropiadade las identidades de género, de las expresiones de género, ni de las orientaciones sexuales. Porque no, no es una opción de personas adultas, es una realidad intrínseca y palpable que necesita respuestas y referentes. Nos dicen cuántas mujeres tuvo un Rey de Inglaterra, pero no nos cuentan con justicia el amor de García Lorca o la influencia poética de Safo. Nos tenemos que saber todos los ríos y mesetas, pero no nos explican lo que es la bisexualidad. Con 13 años te tienes que saber de memoria la tabla periódica, pero si alguien levanta la mano para decir que no se siente ni chico ni chica, se hace el silencio.
Gris es que se señale la pluma como un síntoma claro de esa horrible enfermedad llamada homosexualidad. Porque, ¡sorpresa! También hay chiquillos heterosexuales con pluma, y no pasa nada (ni con la pluma, ni con la heterosexualidad).
Gris es que la mayor parte de los patios del recreo sigan monopolizados por chicos que se creen los dueños del colegio jugando a un fútbol excluyente y acaparador.
Gris es que no haya protocolos para atender a menores trans que quieren que se les llame y se les trate por su nombre y género reivindicado.
Gris es que haya profes que miran hacia otro lado cuando comienzan a vivirse situaciones claras de bullying.
Queda mucho por hacer y necesitamos del esfuerzo conjunto de Administraciones Públicas, Profesorado, AMPA, representantes estudiantiles, organizaciones LGTBI y de la sociedad en general para cambiar las cosas de raíz y ofrecer una etapa escolar caracterizada por la convivencia, que no por la supervivencia.
Por eso, en la celebración del 20 de noviembre, Día de la Infancia, no estaría de más que hiciéramos de tal fecha un rito de cambio. Un rito de colores, un rito de mensajes de apoyo a esas criaturas que tienen derecho a criarse en un entorno seguro y libre de prejuicios y discriminaciones.
Que los armarios de nuestras aulas sirvan solo para guardar libros.