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El Brexit dispara la xenofobia y saca a relucir lo peor del alma inglesa

La Vanguardia.- El Reino Unido deja la Unión Europea este próximo viernes

Españoles en el Brexit: “A los ingleses no les gusta escuchar que hablas en español”

Ningún hombre (o mujer) puede meterse dos veces en el mismo río, porque aunque lo hiciera, ni sería el mismo río ni el mismo hombre (o mujer). Todo fluye y todo cambia. El Támesis le pillaba muy lejos a Heráclito (en su tiempo no había vuelos low cos t), pero la máxima de la sabiduría clásica griega bien podría aplicarse al Brexit. El Reino Unido saldrá de la UE el viernes que viene, y si algún día se arrepiente y quiere volver a entrar, ni será la misma Europa ni será el mismo país. De que vaya a ser mejor no hay por el momento ningún indicio, más bien todo lo contrario.

El Brexit ha resquebrajado la Unión, empujando a Escocia hacia la independencia y a Irlanda hacia la reunificación (aunque ninguno de esos procesos está maduro como para caer del árbol, y Londres se va a resistir con todo su poderío), y ha partido a Inglaterra por la mitad –jóvenes frente a viejos, intelectuales frente a obreros, la ciudad frente al campo…– empujándola hacia la derecha en línea con los populismos ultraconservadores y fascistoides de moda en el continente y en los Estados Unidos. El cincuenta por ciento está exultante, agigan­tado, borracho con la victoria. El otro cincuenta por ciento está deprimido, triste, hundido en la agonía miserable de la derrota.

Una vez alcanzado el poder a ­galope del Brexit, Boris Johnson quiere pasar página y comenzar un relato diferente, que ni siquiera él mismo sabe todavía cuál es, porque sus promesas son contradictorias. La inversión masiva en infraestructuras para llevar trabajo y prospe­ridad al norte y centro de Inglaterra no cuadra, por ejemplo, con las restricciones a la inmigración (¿quién va a trabajar en las obras?) y las ­reducciones de impuestos (¿con qué se van a financiar?). Pretende al mismo tiempo culminar la revolución neoliberal de Margaret Thatcher, convirtiendo a Gran Bretaña en un paraíso fiscal que atraiga la ­inversión –el Singapur europeo–, y conquistar con políticas igualitarias a los antiguos votantes laboristas euroescépticos cuyo voto ha obtenido prestado en las elecciones del pasado diciembre.

En cualquier caso, a las once de la noche del día 31 (medianoche en el continente), la mitad ganadora celebrará la salida de la UE como si fuera la Champions, el campeonato del mundo o la batalla de Waterloo, convencida en su aislacionismo y su fiebre nacionalista inglesa –siempre latentes– que la Union Jack va a mandar de nuevo en los mares, y que se avecina una era de prospe­ridad sin precedentes una vez rotas las amarras con el continente. “Ahora vamos a demostrar por fin quiénes somos, mejores que los alemanes, mejores que los franceses, no nos va a parar nadie”, afirma eufórico Achilles, propietario de origen grecochipriota de un restaurante italiano en la Finchley Road del norte de Londres.

“Hemos recuperado la soberanía y nos hemos deshecho de todas las trabas burocráticas que nos imponía Bruselas –señala Frank, que ­tiene un puesto en el mercadillo de los jueves en Swiss Cottage–. Aplicaremos nuestras leyes, decidiremos cuáles son los derechos laborales de los trabajadores, firmaremos nuestros propios acuerdos comerciales y escogeremos a los inmigrantes que necesitemos y que ­queramos, a los mejores, en vez de tener las puertas abiertas a toda la chusma que nos mandaba la Unión Europea para, en el mejor de los ­casos, hacer competencia desleal a nuestros obreros abaratando los sueldos, y en el peor para vivir del cuento, abarrotar las escuelas y los hospitales sin pagar un céntimo”.

El Brexit ha ennegrecido el alma inglesa, hurgando en las heridas provocadas por la globalización y volcando la ira en los de fuera, como si la culpa de que las empresas se deslocalicen para reducir costes, o de que su gobierno se haya entregado durante una década al frenesí de la austeridad, o de que las clases ­medias y trabajadoras hayan tenido que rescatar a los bancos, fuera
de los polacos, rumanos o catalanes que pagan impuestos y contribuyen a la Seguridad Social para que el sistema no se colapse.

Los incidentes de tipo racista y xenófobo han aumentado. Si un ­europeo se pelea con un inglés, este le dice “vete a tu puta casa” y se ­queda tan pancho. Es el equivalente de cuando en los años sesenta había en las casas carteles que decían “no perros, no negros y no irlandeses”. Lógico, cuando el propio Boris Johnson proclamó durante la ­campaña electoral que “hay de­masiados nativos de otros países de la UE que tratan al Reino Unido ­como si fuera su hogar”, y su predecesora Theresa May los calificó como “ciudadanos de ninguna parte”.

En vez de ser magnánimo en la victoria, el nuevo gobierno ha adoptado de entrada una actitud de máxima dureza hacia Europa, de cara a la negociación de un tratado comercial. Ha descartado la ampliación de la prórroga, ha proclamado que no tiene ningún interés en un alineamiento regulatorio que permita un comercio sin tarifas, y ha anulado la decisión de May de prolongar por dos años el régimen migratorio para los ciudadanos de la UE. A ­partir de diciembre, su estatus será idéntico al de un indio, un chino o un malayo. Para obtener un visado que les permita trabajar, habrán de sumar los puntos suficientes en base a su educación, cualificaciones, dominio del inglés, situación familiar y disponibilidad a trabajar fuera de Londres, en regiones deprimidas (y aburridas). Y pagar de antemano una cantidad nada despreciable y no reembolsable (de entre 300 y 500 euros) para cubrir una hipotética asistencia médica estatal.

Quienes se oponían al Brexit intentan no recrearse en sus heridas y aceptar la realidad, pero lo consiguen sólo a duras penas. Los otros están demasiado gallitos, demasiado arrogantes, demasiado eufóricos, les meten el ojo en el dedo a las primeras de cambio. Procuran no ser agoreros pero temen una he­catombe. “A ver qué dicen quienes votaron a Johnson cuando abra las aguas nacionales a los pescadores de la UE, cuando las empresas automovilísticas cierren plantas, cuando la inversión extranjera llegue con cuentagotas y el crecimiento sea raquítico, cuando Trump ponga condiciones inaceptables para ese pacto comercial tan cacareado que inundará nuestros supermercados de pollos clorados y carne con ­hormonas prohibidos en la UE. ¿Para qué va a querer venir aquí un ­español cuando puede irse a Berlín, Roma o París sin necesidad de papeleo y sin pagar nada?”, dice Rhonda, una peluquera de Hampstead.

El Brexit, después de tres años de marear la perdiz, va a ser realidad el viernes próximo. No habrá vuelta de hoja. Una mitad ha ganado, una mitad ha perdido e Inglaterra se ha vuelto más oscura, como el Mordor de El Señor de los Anillos . Los eu­ropeos ya no son bienvenidos. Tal vez en el futuro haya alguien que quiera bañarse en el río, pero ni será el mismo río ni será la misma per­sona. Un capítulo simpático y optimista de la historia ha terminado.

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