El ‘bullying’ durante la pandemia: del acoso en clase a la tranquilidad de casa
El País.- Los menores que durante el curso sufren agresiones o exclusión encuentran un salvavidas en sus hogares gracias a la covid-19: comen, duermen y estudian mejor y temen la vuelta a la normalidad
Retrasada. Tontito. Subnormal. Peste. Mierda. Los calificativos son innumerables. Día a día. Como una gota malaya. Las collejas, las risas, las zancadillas, los estuches rotos o los papeles pegados a la espalda. “¡Infectado el que le toqueeeee!”, jugaban los compañeros en el recreo a costa de un niño de nueve años hace tres meses. Juan era el virus, siempre, sin rotación, y eso significaba que no se le podía rozar, había que aislarlo, atacarlo, machacarlo. Lola, de 14, intentaba disimular pasividad en otro colegio, en otro recreo, posiblemente a la misma hora: “Me da igual no tener amigos”. Hoy, con el confinamiento, los insultos, las risas y los golpes han pasado de fase: del acoso en clase a la tranquilidad de casa. La cuarentena como medicina. El aislamiento se ha convertido para algunos menores que sufren bullying en un paraíso, un refugio, una quimera. La felicidad de sobrevivir sin ansiedad en un mundo que se ha dado la vuelta.
“Los niños que sufren bullying arrastran consecuencias psicológicas durante el curso, duermen mal, tienen pesadillas y ahora tienen miedo a volver a clase”, explica Diana Díaz, directora de las líneas de ayuda de la fundación ANAR, que ha habilitado además de un teléfono, un correo y un chat para que los menores que sufren violencia intrafamiliar y acoso escolar puedan conectar con ellos sin necesidad de exponerse. Díaz explica que el problema sigue ahí, latente, y lo comprueba con los contactos que siguen recibiendo sobre el estado emocional de los menores. “El 3% de nuestras consultas ahora es sobre ciberbullying. En el periodo escolar es un amplificador del bullying presencial. Ahora sobre todo se da cuando son cuestiones relacionadas con el centro escolar”. El curso pasado, la Comunidad de Madrid realizó 596 intervenciones “para mejorar la convivencia en los centros educativos”.
Lola no se llama Lola y Juan tampoco es Juan. Sus familias prefieren guardar su intimidad. Pero los dos forman parte de esa infancia que con el encierro han encontrado un salvavidas. Ella recibió hace un par de semanas una videollamada a cuatro de tres compañeras de clase. Era raro. Algo extraordinario. “¿Nuevas amigas?”. Durante toda la cuarentena nadie se había puesto en contacto con ella. Tampoco lo han hecho después. Ese día solo querían burlarse, echarse unas risas a su costa. “No me hacen caso, pero me da igual”, repite ahora en el salón de su casa, nerviosa ante cualquier visita, ansiosa por captar la mínima atención.
Ahora ya no tiene que disimular. Alejada de las clases, Lola se siente algo más fuerte. Ya duerme la noche entera. Come con normalidad. Ha alejado las pesadillas. Y hasta ha avanzado en las asignaturas más complicadas para ella y en las que necesita un profesor de apoyo: Matemáticas y Lengua. “El instituto es el único manicomio al que no quiero entrar. Los niños son como demonios pequeños”, suelta de carrerilla. Una frase que parece aprendida y repetida tras horas, meses, años de sesiones de psicólogo y de psiquiatra a las que asiste desde niña.
Según un estudio elaborado por la fundación ANAR en 2017, las consecuencias del acoso escolar continúan siendo patentes en el ámbito social de las víctimas, ya que el 57,5% ha perdido amigos o están solos desde que comenzaron a sufrir bullying. El 83,6% consigue tener vínculos de amistad fuera del colegio.
Exclusión social
El problema de Lola no es nuevo para ella. Lo lleva sufriendo toda la vida y, a pesar de eso, Lydia, su madre, no tiene claro que la adolescente sea objeto de bullying. Se pregunta si lo que le pasa a su hija tiene que ver con que se encuentra en un mundo académico al que no pertenece. “Ella tampoco se sabe relacionar”, explica. Varios expertos con los que ha hablado este periódico lo tienen claro. Lola sufre acoso “por exclusión social”, el más complicado de solucionar.
Juan Diego, el profesor de apoyo de Lola, admite que los compañeros de clase se han convertido en un problema para ella. “Se pone nerviosa, quiere agradar a los demás, se precipita en sus respuestas, en sus tareas…”, analiza. Y admite que en los centros hay que repensar la manera de afrontar los estudios de niños como ella. “Tendremos que replantearnos si es más importante avanzar a nivel curricular, en conocimientos o trabajar más a nivel de habilidades sociales, trabajo en grupo, que es un asunto que tenemos más descuidado en los centros”.
Luna Colomer es orientadora de un centro de Formación Profesional de Madrid. Tiene algo más de 400 alumnos para ella sola, aunque asegura que muchos compañeros trabajan solos en institutos con 700 u 800 estudiantes. “Ahí es inviable que el orientador consiga enterarse de los casos”. Para ella, la ratio de orientador y alumnos debería rondar los 250.
Cuando Lydia analiza la situación de su hija, pone sobre la mesa el diagnóstico que aparece en los informes: trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH) e inteligencia límite. “No llega a tener una discapacidad pero le cuesta mucho más entender las cosas que a una persona de su edad y también relacionarse con sus iguales. Ya desde pequeña se inventaba sus propias normas y era muy frustrante porque ni yo las entendía”. La madre, por tanto, cree que vive en un “limbo escolar” en el que los niños como su hija se ven avocados a la indiferencia y la soledad. “No sé si en un colegio de educación especial ella dejaría de ser tan diferente”, se pregunta. Los compañeros de clase se ríen, la bloquean en el móvil, en redes y le hacen dudar de sí misma.
— Mamá, ¿yo soy retrasada?
— No, hija… simplemente aprendes las cosas de una manera más lenta.
Ariadna Montilla, orientadora que trata con casos de acoso en su día a día, avisa de que es una situación irreal. “Es un arma de doble filo”, explica. “Para ellos esto es un paraíso. Lo que siempre han necesitado, ese ambiente de protección que reclamaban”, analiza. “Va a ser difícil gestionar con ellos la vuelta. Van a argumentar que están en su casa como en ningún sitio. El confinamiento reafirma su postura. Todo esto es muy delicado”.
Para buscar el origen del acoso, Maria José Fernández Pérez, de la Asociación Madrileña contra el Acoso Escolar (Amacae), lo tiene claro. “Son elegidos por los acosadores por una razón injustificada, a veces porque destacan y otras veces se fijan en niños con dificultades de aprendizaje. Pero no es problema de las víctimas, es de los agresores”.
Juan tiene nueve años y estudia 5º de Primaria en un colegio de los Escolapios de la Comunidad de Madrid que su madre, Trini, prefiere no poner en el mapa “para no perjudicarle más”. Su caso es similar al de Lola en cuanto al acoso, aunque por causas diferentes. Tiene un coeficiente intelectual de 130, es decir, roza el de un niño superdotado, sin llegar a serlo. Quizás por eso ha superado todas las asignaturas con buenas notas, aunque tras los insultos y los golpes, dejó de comer, empezó a sufrir ansiedad y le cambió el carácter. “Empecé a notar que mi hijo no era mi hijo y no sabía por qué”, explica su madre.
Suele pasar. La directora de ANAR confirma el patrón. “Los menores de edad tardan mucho en explicar qué les pasa. De media, suelen tardar entre 10 y 15 meses en decirle a sus padres lo que sucede”. Y una vez detectado el problema, hay que intentar atajarlo en toda su complejidad. “Se debe evaluar también al niño acosador y al resto de alumnos que son espectadores”.
Eso es precisamente lo que pasó con Juan. Su madre activó el protocolo después de que saliera el grado máximo de acoso en el test AVE, una herramienta que permite a cada clínico u orientador establecer la afectación de un niño. Entonces, agentes de la Brigada de Participación Ciudadana de la policía se presentaron en su clase para dar una charla. “Las niñas empezaron a tratarme mejor”, cuenta el niño, con ganas de expresar ahora lo que vivió en el colegio hace unos meses. “Los niños son más de pegar, las niñas de insultar”, matiza. Ellas dejaron de hacerlo tras la visita de los agentes. Ellos, a ratos. “Es que ahora defiendo a un amigo que antes me defendía a mí y entonces me dan”.
El acoso, por tanto, se ha atenuado pero no ha acabado. Su caso es uno de los expedientes abiertos y congelados por la pandemia en la Comunidad de Madrid. “Ahora están cómodos en su casa, reciben las tareas, sin compañeros, sin cambio de situaciones, sin los horarios de antes… y sin tener que controlar y estar atentos a esos focos de peligro”, analiza Montilla. “El objetivo es hacerles ver que esto se va a acabar y que hay que reincorporarse a esa vida social que no quieren en absoluto”.