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El engaño con el que los médicos nazis escondieron el exterminio de miles de bebés «disminuidos»

Fuente: ABC
Fecha: 18/05/2018

Poco antes de comenzar la Segunda Guerra Mundial, en mayo de 1939, Adolf Hitler levantó los pilares sobre los que se asentaría la tristemente popular «Aktion T4»

Hablar de la «Aktion T4» es rememorar los años en los que, amparándose en la necesidad de ahorrar recursos vitales para el país durante la Segunda Guerra Mundial, el Tercer Reich inició un programa de eutanasia masivo que acabó con la vida de entre 70.000 y 275.000 «disminuidos físicos y mentales» (como solían ser denominados por los germanos).

Oficialmente, el estado comenzó a perpetrar estos asesinatos tras el inicio de la contienda. Sin embargo, en una fecha tan temprana como mayo de 1939, mucho antes de que el Tercer Reich comenzara a levantar el centro de exterminio más popular de la historia (el campo de concentración de Auschwitz), el régimen de Adolf Hitler ya coqueteaba con ideas tan deplorables como la matanza sistemática de cualquier niño menor de tres años que sufriera algún tipo de enfermedad que impidiera su perfecto desarrollo.

Este programa, previo al comienzo oficial de la cruel «Aktion T4» (aprobada por el mismo «Führer» mediante un documento oficial firmado en octubre de 1939 -un mes después de la invasión de Polonia-) supuso la selección y el asesinato de unos 5.000 bebés de forma clandestina.

El sistema no podía ser más cruel ya que, para evitar que aquel peligroso secreto de estado saliese a la luz, primero se separaba a los niños de sus padres afirmando que se les internaría en un centro en el que recibirían «el mejor y más efectivo tratamiento disponible» para paliar sus minusvalías. Posteriormente los pequeños eran enviados hasta uno de los 28 hospitales más famosos de Alemania, donde pasaban ingresados algunos meses antes de ser exterminados mediante barbitúricos, inyecciones letales o -incluso- inanición.

Primeros pasos
Entender el comienzo de este programa de eutanasia infantil requiere retrotraerse en el tiempo hasta el siglo XIX, época en la que el británico Francis Galton empezó a abogar por «la mejora de la raza humana por medio de acciones sociales tendentes a seleccionar las cualidades hereditarias más deseables». Aquella filosofía, inocente para él, fue posteriormente llevada al extremo por los seguidores de la eugenesia, una corriente extrema que se generalizó a partir de los años 20 y que apostaba -entre otras tantas cosas- por impedir a los menos aptos reproducirse.

En poco tiempo, esta mentalidad corrió como la pólvora por países como Estados Unidos, Gran Bretaña o Alemania. Sin embargo, fue en esta última región en la que tuvo una especial acogida gracias a la propaganda del nazismo.

Adolf Hitler pronto se convirtió en uno de los seguidores más férreos de esta filosofía. De hecho, a lo largo de su vida reiteró en varias ocasiones la necesidad imperiosa que tenía Alemania de exterminar a los enfermos mentales.

Con todo, cuando subió al poder se conformó con impedir a los «disminuidos mentales» reproducirse. Así lo afirma la doctora en derecho Carina Gómez Fröde en su dossier «Eugenesia: moralidad o pragmatismo»: «Durante la década de 1930, el régimen nazi esterilizó forzosamente a cientos de miles de personas a los que consideraba mental y físicamente “no aptos” (se estima que fueron aproximadamente 400,000 personas entre 1934-1937)».

A su vez, el estado germano implantó pocos meses después de su ascenso al poder las llamadas «políticas eugenésicas positivas». Una serie de recompensas mediante las que se promovió que las mujeres solteras «racialmente puras» tuvieran multitud de hijos con miembros del partido nazi.

El caso que lo cambió todo
Partiendo de esta base solo era cuestión de tiempo que el nazismo iniciara su particular cruzada contra todas aquellas personas a las que no considerara aptas a nivel racial, físico o psicológico. No obstante, al «Führer» le faltaba un disparo que marcara el comienzo de esta carrera criminal. Y este llegó en 1938, año en que recibió una carta en la que un tal Knauer le pedía permiso para matar a su propio hijo.

«Era un miembro del partido que tenía un hijo de nueve semanas que había nacido ciego, sin una pierna y parte de un brazo y que, además, padecía un retraso mental, por lo que solicitaba al “Führer” autorización para acabar con su vida por el bien de la raza», desvela Manuel Moros Peña en su popular obra «Los médicos de Hitler».

El nombre de aquel individuo, no obstante, es a día de hoy fuente de controversia. Y es que, algunos expertos como L. Hudson (autor del estudio «From small beginnings: the euthanasia of children with disabilities») afirman que este caso fue bautizado como el del «Niño K» debido a que solo se conocía la inicial del apellido familiar (el cual podía ser «Kretschmar» o «Knauer»).

Más allá de estas controversias, Hitler envió a su médico personal, el doctor Karl Brandt, para analizar el caso. Este desplazó sin dudarlo al chico a la Clínica de la Universidad de Leipzig, donde le inyectaron una dosis de barbitúricos que acabó con su vida. Aquel fue el comienzo de la crueldad sistematizada ya que, en palabras de Moros, «Brandt recibió de Hitler la orden verbal de actuar del mismo modo en casos similares».

No obstante, y a pesar de lo convencido que estaba Adolf Hitler de que Alemania necesitaba la eutanasia infantil, el Tercer Reich decidió mantener en secreto sus actividades. Y todo, para no ganarse la enemistad del Vaticano y, en general, de la sociedad. «Lógicamente, tampoco la comunidad internacional estaría dispuesta a consentir una política de “asesinatos administrativos”. Ni los eugenistas norteamericanos se habían atrevido a llegar tan lejos en sus propuestas», añade Moros en su obra.

Preparativos
Después de que se sucediera el caso del «Niño K», Hitler creó en mayo el «Comité para el Tratamiento Científico de Enfermedades Severas Determinadas Genéticamente» con el objetivo de empezar la selección de bebés discapacitados. A nivel oficial, no obstante, su objetivo era el de hallar curas para las dolencias hereditarias de los más pequeños.

Al frente de este organismo fueron puestos el ya mencionado Karl Brandt; Hans Hefelmann; Herbert Linden (médico, consejero y responsable de los hospitales estatales); Hellmut Unger (oftalmólogo); Hans Heinze (director de un famoso asilo para «disminuídos»), Ernst Wentzler (pediatra) y Werner Catel (pediatra).

El Comité no tardó en ponerse a trabajar. Tres meses después, cursó una circular en la que solicitó a los pediatras y enfermeras de los diferentes centros que les hiciesen llegar informes de todo aquel niño candidato a ser asesinado. Concretamente, los miembros del grupo solicitaron que se enviara información sobre los pequeños de hasta tres años que hubieran nacido con alguna deformidad.

«Entre ellas se incluían deformidades o anomalías congénitas como idiocia o mongolismo, especialmente si asociaban ceguera o sordera; microcefalia o hidrocefalia de naturaleza severa o progresiva; deformidades de cualquier tipo, especialmente ausencia de miembros; malformaciones de la cabeza o espina bífida; o deformidades invalidantes como la parálisis espástica», añade Moros.

En su libro «The Nazi Doctors: Medical killing and the Psychology of Genocide», el autor y psiquiatra Robert Jay Lifton corrobora esta idea al afirmar que los pequeños eran seleccionados si tenían «enfermedades hereditarias serias como idiotez y mongolismo, sobre todo si está asociado a ceguera o sordera; microcefalia, hidrocefalia, malformaciones de cualquier tipo especialmente en la cadera, cabeza o columna espinal; y parálisis incluyendo espasticidades». Lo más triste es que el Comité estableció un castigo severo para aquellos médicos y enfermeros que se negasen a adjuntarles la información requerida.

Los expertos coinciden en que, al principio, la edad máxima que podía tener un niño para ser «seleccionado» (si es que puede llamarse así) por el Comité era de 3 años. No obstante, con el paso de los años esta cifra fue aumentando paulatinamente hasta rondar los 16 y 17 veranos en 1941. A nivel oficial, aquellos que designaron a los chicos más mayores lo hicieron amparándose en las palabras del mismo Hefelmann, quien expuso durante los tres años que duró este cruel programa que el límite podía ser «excedido ocasionalmente».

Selección
El proceso de selección era siempre el mismo. El primer filtro era el propio Hefelmann, quien recibía en su oficina todos los informes enviados por los médicos y enfermeras. A continuación, y tras hacer una primera criba, enviaba los documentos a sus subordinados: Catel, Heinze y Wentzler. Sobre ellos recaía la responsabilidad de elegir quién vivía y quién moriría.

El sistema de selección era dantesco. Cada uno de los médicos recibía un dossier en el que se explicaban las dolencias del pequeño y, sin haber siquiera hablado con ellos, elegían si era enviado o no a la muerte.

Cuando habían tomado su triste decisión, debían rellenar un campo del documento ubicado a la derecha que contaba con tres columnas. En la primera de ellas tenían que dibujar una cruz (+) si enviaban al pequeño a la muerte, y un signo de menos (-) si posponían el asesinato en espera de ver la evolución del caso. Después, hacían llegar ese documento a sus colegas para que dieran su opinión.

«A continuación, el mismo documento y el cuestionario eran pasados a otro de los médicos que, por lo tanto, ya conocía la opinión del primero y pocas veces le contrariaba. Más difícil, si no imposible, sería que el tercero no pensara lo mismo que sus otros dos colegas. Por ello, no resulta nada extraño que la unanimidad requerida para tratar a un niño fuera algo extraordinariamente corriente», completa Moros en «Los médicos de Hitler».

Campos, por su parte, añade que en principio los médicos «encargados de la criba» debían identificarse pero que, con el paso de los meses, terminaron firmando con pseudónimos para evitar el duro peso de la conciencia.

Hacia la muerte
Una vez que se decidía qué niños debían pasar por este crudo «tratamiento», los médicos notificaban a las familias mediante una carta que su pequeño sería internado en un centro especial en el que intentarían hallar una cura para su dolencia. Lo habitual era que los padres aceptaran pero, si se negaban, las autoridades podían arrebatarles la custodia de su hijo. Aunque antes solían utilizar el argumento de que eran unos privilegiados por estar recibiendo la ayuda del estado.

Tras este trámite, los pequeños eran enviados hacia las llamadas «Kinderfachabteilugen», unas unidades de medicina fundadas por el Comité en los centros psquiátricos más reconocidos de Alemania. En ellas permanecían encerrados un tiempo para que, a primera vista, las familias creyeran que estaban recibiendo algún tipo de tratamiento. Su destino final, no obstante, era la muerte. «Una de estas unidades se situaba en Kalmenhof, donde la mortalidad infantil aumentó a partir de esta fecha de forma considerable, aunque la causa del fallecimiento oficial fueran “causas naturales”», explica Mari Paz Campos Pérez en su dossier «Eutanasia y nazismo».

En las «Kinderfachabteilugen» también eran encerrados aquellos niños cuyo tratamiento había sido «pospuesto». ¿Para qué? Simplemente, para observar su evolución a lo largo del tiempo y tomar, a la postre, una decisión definitiva sobre su destino. Al final, su suerte era similar a la de los otros pequeños. «Probablemente no todos sufrieran discapacidades permanentes, sino simplemente problemas de aprendizaje o pequeñas minusvalías. Sus vidas serían truncadas por tres individuos que ni tan siquiera los habían explorado personalmente», desvela Moros en su libro.

Asesinatos
Ya en las salas de pediatría creadas por el Comité, los médicos alemanes examinaban de forma pormenorizada a los niños. Pero no para encontrar una cura para sus dolencias, sino para decidir la causa más probable de su fallecimiento. Realizados los chequeos, llegaba la hora de acabar con los «pacientes».

La forma más habitual de asesinar a los pequeños era mediante barbitúricos. En palabras de Campos, para ello se les administraba una «sobredosis de luminal (cuyo principio activo es el fenobarbital, un anticonvulsivante y antiepiléptico) bebido o inyectado». Con todo, en ocasiones también se recurría a las inyecciones de morfina. Aunque, en este caso, solo cuando el niño se había acostumbrado al primer medicamento (muy habitual a la hora de paliar los síntomas de la epilepsia).

Este sistema era el más rápido y no era aplaudido por los doctores más sádicos. De hecho, algunos de ellos como Hermann Pfannmüller abogaban por dejar a los niños morir lentamente de hambre para no gastar ni una moneda del presupuesto del estado y evitar las críticas de los organizamos internacionales. Así lo dejó claro en 1939: «Estas criaturas naturalmente representan para mí como nacionalsocialista tan sólo una carga para la salud del cuerpo de nuestro Volk. No matamos con veneno o inyecciones, porque proporcionaría material inflamable a la prensa extranjera y a ciertos “caballeros de Suiza” [la Cruz Roja]. No, nuestro método es mucho más simple y más natural, como pueden ver».

Imbuidos por el espíritu de este deleznable personaje, muchos otros médicos idearon formas de matar a los pequeños sin medicamentos. Así, algunos prefirieron dejarlos morir de frío. Un método que consideraban idóneo debido a que, si alguna entidad internacional les investigaba, podían alegar que las muertes se habían sucedido por culpa de un terrible accidente.

Tras las muertes, el Comité hacía llegar una misiva a la familia del chico explicándole la causa de su fallecimiento. «A los padres se les enviaba una carta estándar, usada por todas las instituciones, donde se les informaba de que su pequeño había muerto de neumonía, meningitis o cualquier otra enfermedad infecciosa y que, debido al riesgo de contagio, el cuerpo había tenido que ser incinerado. Se calcula que fueron unos cinco mil los niños asesinados durante esta primera fase del programa nazi de eutanasia», finaliza el autor en su obra.

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