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El exilio de la hija del verdugo de Auschtwitz: supermodelo en la España de Franco

ABC. Tras la muerte de Rudolf Höss, Brigitt viajó a la Península e inició una carrera en la conocida marca Balenciaga. Antes, había convivido día a día con la muerte en el campo de concentración

Para alegría o desconsuelo, nadie puede elegir a sus padres. La diosa Fortuna es la que se encarga de dilucidar si naceremos en el seno de una familia rica, pobre, bondadosa o cruel. A partir de ese momento no queda más que asumir quiénes son nuestros progenitores y vivir con ello. Aunque, en algunos casos, pueda ser una tarea casi imposible. Uno de los ejemplos más claros en este sentido es el de Brigitt Höss, supermodelo en la España de Francisco Franco, gran descubrimiento del diseñador Balenciaga y, para su desgracia, hija del comandante de Auschwitz Rudolf Höss (responsable de la muerte de un millón de personas en la Segunda Guerra Mundial). Su vida fue una suerte de montaña rusa, pues pasó de vivir entre lujos en el campo de concentración, a verse obligada a escapar de su país tras el fin de la contienda. Y todo ello, por culpa de su padre…

Höss, el mismo hombre que se enorgullecía de haber encontrado una forma rápida y eficaz de acabar en masa con los reos judíos, era también un hombre que le daba gran importancia a la vida familiar. Así lo demuestra el que tuviera cinco hijos con su esposa en poco más de una década. El primer niño en llegar fue Klaus, y lo hizo tan solo tres meses y después de que la pareja contrajera matrimonio en 1930. Luego vinieron al mundo, de forma respectiva, Heidetraut (1932), Inge Brigitt (1933), Hans-Jürgen (1937) y Annegret (1943). Los tres primeros arribaron a una Alemania que, como bien recuerda Tania Crasnianski en su obra «Hijos de nazis», estaba en plena ebullición política. «Durante ese cambio, la familia Höss vivía aislada, en una granja sobre el mar Báltico», explica la investigadora gala.

Para alegría o desconsuelo, nadie puede elegir a sus padres. La diosa Fortuna es la que se encarga de dilucidar si naceremos en el seno de una familia rica, pobre, bondadosa o cruel. A partir de ese momento no queda más que asumir quiénes son nuestros progenitores y vivir con ello. Aunque, en algunos casos, pueda ser una tarea casi imposible. Uno de los ejemplos más claros en este sentido es el de Brigitt Höss, supermodelo en la España de Francisco Franco, gran descubrimiento del diseñador Balenciaga y, para su desgracia, hija del comandante de Auschwitz Rudolf Höss (responsable de la muerte de un millón de personas en la Segunda Guerra Mundial). Su vida fue una suerte de montaña rusa, pues pasó de vivir entre lujos en el campo de concentración, a verse obligada a escapar de su país tras el fin de la contienda. Y todo ello, por culpa de su padre…

Höss, el mismo hombre que se enorgullecía de haber encontrado una forma rápida y eficaz de acabar en masa con los reos judíos, era también un hombre que le daba gran importancia a la vida familiar. Así lo demuestra el que tuviera cinco hijos con su esposa en poco más de una década. El primer niño en llegar fue Klaus, y lo hizo tan solo tres meses y después de que la pareja contrajera matrimonio en 1930. Luego vinieron al mundo, de forma respectiva, Heidetraut (1932), Inge Brigitt (1933), Hans-Jürgen (1937) y Annegret (1943). Los tres primeros arribaron a una Alemania que, como bien recuerda Tania Crasnianski en su obra «Hijos de nazis», estaba en plena ebullición política. «Durante ese cambio, la familia Höss vivía aislada, en una granja sobre el mar Báltico», explica la investigadora gala.

Todo cambió cuando Höss entró en las SS y fue destinado al campo de concentración de Dachau allá por 1934. Fue en ese instante cuando comenzó su viaje hacia las cloacas más pestilentes del régimen nacionalsocialista: la futura aniquilación de cientos de miles de judíos en las cámaras de gas. Poco después acudieron a reunirse con él su mujer y sus -por entonces- tres pequeños. Allí, en una casa ubicada en las cercanías de la prisión, vivieron sin privaciones y rodeados de los lujos típicos de un oficial de su cargo. Nuestra protagonista, la joven Brigitt, pasaba aquellas jornadas en el colegio para hijos de oficiales (donde no confraternizaba con los reos) y en el hogar, con su madre. Mientras, su padre se convertía, poco a poco, en uno de los hombres de confianza del líder de las SS Heinrich Himmler y del propio Adolf Hitler.

Lo cierto es que Höss se ganó su fama de cruel y efectivo gracias a una sencilla máxima: seguir al pie de la letra las órdenes de sus superiores. A esta unió una enfermiza obsesión por el trabajo que, a la postre, convirtió Dachau en el perfecto ejemplo de lo que debía ser una prisión del Tercer Reich. «La temible eficacia de Höss y su sentido estratégico y práctico contribuyeron a su ascenso», añade la autora en su obra. Todo ello hizo que, en 1938, el alto mando le enviara hasta el campo de concentración de Sachsenhausen como primer adjunto. De nuevo, y como si fuera una letanía, su familia se trasladó hasta una vivienda ubicada en las cercanías del recinto. Por entonces, la pequeña Brigitt disfrutaba de la vida en familia junto a su padre sin saber que, fuera de los muros de su nuevo hogar, este se dedicaba a orquestar la matanza sistemática de miles de prisioneros.

Lujo para la princesa nazi

La autora gala describe en su obra cómo era la vida cotidiana de Höss… y lo cierto es que la lectura es escalofriante. No ya por su triste labor como oficial al mando de la barbarie organizada en aquella cárcel (que también), sino porque, cuando regresaba a su hogar, representaba a la perfección el papel del buen padre de familia. Ya en la tranquilidad de la casa, el germano no tenía reparos en poner música a sus hijos en un gramófono o contarles cuentos antes de que se acostaran. «Le encantaba la historieta de Max y Moritz, sobre dos niños que desobedecían a los adultos y eran severamente castigados», explica Crasnianski. Aquella doble vida forjó en Brigitt la idea de que su padre era un hombre sencillo que pasaba demasiadas horas trabajando fuera de casa. La candidez de la infancia.

Lo cierto es que llevaba razón en parte, pues Höss era un enamorado de su trabajo y pasaba horas fuera de casa. En todo caso, la confianza que tenían en él los altos cargos del Tercer Reich quedó patente cuando Himmler le ofreció la dirección de un nuevo campo de concentración ubicado en las cercanías de Cracovia: Auschwitz. Por entonces el calendario marcaba el mes de mayo de 1940. «Una vez construido el campo, el resto de la familia fue a vivir con él en una casa vecina», añade la autora. La vivienda estaba separada de las cámaras de gas por un escuálido muro y por una reja que permitía a Brigitt y a sus hermanos convivir a diario con la muerte. Aunque lo hacían rodeados de lujos como chocolateazúcar leche. Alimentos escasos en aquellos años. Tampoco le faltaban a la pequeña una pléyade de sirvientes; desde un sastre, hasta un peluquero. Todos ellos, reos.

La pequeña, a su vez, solía codearse con los altos cargos del nazismo. Y es que, personajes como Heinrich HimmlerAdolf Eichmann(uno de los arquitectos del Holocausto) o Richard Glücks (jefe inspector de los campos de concentración) pasaban de forma recurrente por la casa de los Höss para conocer las novedades del lugar y saludar a los niños. «La familia se sentía muy honrada cuando los visitaba el “tío Heini” [Himmler]. A Rudolf le gustaba fotografiar a sus hijos ataviados con sus mejores ropas, sobre las rodillas del Reichsführer», añade Crasnianski. Estos mandamases parecían vivir ajenos al expolio de alimentos, ropa y riquezas que hacía el comandante de aquel centro de muerte. El botín era extraído directamente del «Canadá», el barracón al que se llevaban las pertenencias de los presos.

La vida de los Höss era similar a de una familia adinerada de Alemania. Ropa fina, ricas viandas, fiestas nocturas… Aunque, eso sí, con vistas a las chimeneas de los hornos crematorios. Así definió Brigritt aquellos días de bonanza:

«Algunos detenidos-jardineros arreglaron todo el jardín. Plantaron flores hermosísimas y arbustos. De todos los colores. Nos enviaban regularmente a casa miles de macetas de flores y semillas. A mamá le gustaba pasar el tiempo en el jardín y plantar nuevas flores. También teníamos una huerta, en la que cultivábamos diferentes legumbres. Papá hizo instalar una piscina en la que podíamos bañarnos, y un gran tobogán de madera, solo para nosotros. […] Papá hizo que nos llevaran toda clase de animales: conejos, tortugas, gatos, culebras, martas. […] Nada es demasiado bello para nosotros».

Después de la Segunda Guerra Mundial

Pero la vida de lujo de los Höss tenía fecha de caducidad. Su final empezó a fraguarse desde el mismo instante en que, tras casi dos años aguantando el envite del ejército alemán en Stalingrado, los soviéticos rompieron el cerco nazi e iniciaron su avance sobre Berlín. A partir de entonces los germanos comenzaron, desesperados, una carrera contra el tiempo cuyo objetivo era acabar con las pruebas de la temible Solución Final (el exterminio masivo de judíos en las cámaras de gas). A lo largo y ancho de las fronteras del Tercer Reich decenas de presos fueron obligados a caminar cientos de kilómetros hacia el interior de Alemania en las llamadas «marchas de la muerte». La finalidad era que, cuando el Ejército Rojo liberara aquellos centros de muerte, no hallara testigos que pudiesen contar las tropelías que habían perpetrado.

Höss, uno de los oficiales más apreciados en el Reich tras haber mantenido las cámaras de gas de Auschwitz a pleno rendimiento, sabía que sería ejecutado si caía en manos de los aliados. Por ello, en 1944 empezó a planear su huida. Y esta se materializó poco después de que Hitler se suicidara en el búnker de la Cancillería el 30 de abril de 1944. Después de aquel golpe moral, Rudolf partió hasta Flensbourg junto a su hijo. Su delirante objetivo era alistarse en el supuesto último ejército nazi que estaba organizando Himmler. Mientras, su mujer y las pequeñas se quedaron en el norte de Alemania. Por entonces, la familia todavía creía en la posibilidad de un contraataque. Pero aquello era una mera fantasía que quedó destrozada en mil pedazos cuando el líder de las SS recibió al comandante de Auschwitz con unas palabras tan sinceras como descorazonadoras: «Todo ha acabado».

La máxima estaba clara: salvar la vida. Al menos, aquel que pudiera. Höss tuvo suerte en principio, pues logró hallar un escondrijo cerca de la casa en la que también se escondía su familia. Pero no le sirvió de mucho cuando los cazadores de nazis dieron con la pista de su mujer y sus hijas y las interrogaron. «Brigitt, de trece años en aquel momento, recuerda que los oficiales ingleses le gritaban: “¿Dónde está tu padre? ¿Dónde está tu padre”», explica la autora. Al final, la que desveló su paradero fue su esposa. El resto, como se suele decir, es ya historia. El cruel comandante del campo de concentración más efectivo de Reich fue capturado, juzgado en Núremberg y colgado por su participación directa en el Holocausto. Durante el juicio, el altivo oficial tuvo la sangre fría de corregir al tribunal cuando este afirmó que el nazismo había terminado con dos millones y medio de vidas: «Solo fueron dos millones y medio. Los demás murieron de hambre, agotamiento o enfermedad».

Exilio español

Rechazada por su íntima relación con el régimen nazi, la familia Höss vivió los años siguientes en la más extrema pobreza. Su respuesta a la persecución que los aliados hicieron de los criminales de guerra y de sus familias fue la negación; obviar que habían tenido relación alguna con Rudolf. Después del ajusticiamiento del comandante de Auschwitz se mudaron al pueblo de St. Michaelisdonn (al norte de Hamburgo). Allí vivieron nada menos que diez años soportando la desidia de muchos de los vecinos. Compartir edificio con la familia de uno de los verdugos de Hitler no suponía un orgullo para una población que, en muchos casos, se sentía culpable por el ascenso del Tercer Reich.

Así se mantuvieron hasta 1950, época en la que Brigitt decidió abandonar el hogar familiar para buscarse una nueva vida fuera de aquellas fronteras. La joven, apenas una veinteañera, viajó hasta España. Su objetivo no era otro que huir de los bárbaros actos de su padre; intentar que nadie la relacionara con él. Por entonces ya sabía que usar el apellido Höss era peligroso, así que lo evitaba. Una vez en nuestro país, la germana conoció a Cristóbal Balenciaga, a quien debió impresionarle su figura, pues la contrató como modelo. No parece raro ya que, según los testimonios recogidos por el diario «New York Times» en 2013, se había convertido en una mujer alta, rubia, extremadamente bella y con un porte de rudeza ideal para las pasarelas.

Brigitt trabajó tres años como modelo para Balenciaga en la España dirigida por Francisco Franco. Su carrera fue fulgurante. Lució caros vestidos frente a grandes figuras de la política de entonces como la misma Carmen Polo. De hecho, la soltura y firmeza con las que desfilaba hacían que el diseñador la llamara, cariñosamente, «mi pequeño soldado alemán». La ropa que llevaba fue utilizada por grandes personalidades como Jackie Kennedy y otras tantas mujeres famosas en toda Europa. En aquellos años, como desveló en varias entrevistas posteriores, rechazaba el Holocausto y las ideas que había defendido su padre. Aunque no podía evitar recordar a Rudolf con cierto cariño. «Parecía el mejor hombre del mundo. Siempre dulce y amable con los que le rodeaban. Debía de haber dos caras en él. El que yo conocía y otro. Para mí era el hombre más bueno del mundo», afirmó.

Con el paso de los meses, Brigitt conoció a un norteamericano de origen irlandés que trabajaba para una empresa establecida en Estados Unidos. El trabajo de ambos les llevó a recorrer medio mundo. Desde Liberia hasta Irán. Así, hasta que contrajeron matrimonio en 1961 y tuvieron dos hijos. «Poco después de conocerse, Brigitt le habló a su futuro marido de su filiación. Este dijo que la noticia le impactó, pero que, después de discutir el asunto, comprendió que ella también había sido una víctima. Brigitt no era más que una niña cuando tuvieron lugar esos hechos y, de la noche a la mañana, había pasado de una vida de lujos a la miseria», explica la autora francesa en «Hijos de nazis».

Con el paso de los años se trasladó a Estados Unidos, donde se estableció. Al otro lado del charco trabajó durante 35 años en una tienda de ropa (Saks Jandel) propiedad de dos judíos. Allí, llegó a vestir a personajes como Nancy ReaganHillary Clinton o Barbara Bush. Todo parecía irle sobre ruedas hasta que los directores de la cadena se enteraron del pasado de su padre. Sin embargo, y según determinó la propia Brigitt en una entrevista posterior, fueron bastante comprensivos en lo que a este tema respecta: «No hubo recriminaciones. Me dijeron: “No podía evitar lo que hizo, solo eras una niña. Tienes que aceptar lo que sucedió”». Ella es partidaria de esa teoría, aunque también sabe que lo que hizo su familia será imborrable: «Cuando lo supe me dije, “no puede ser”, pero hay que aceptarlo. Ocurrió en mi familia y me pongo muy triste cuando lo pienso […] A pesar de todo, mi padre era el hombre más agradable del mundo. Era muy bueno con nosotros Pero él hizo lo que hizo».

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