El olvidado genocidio armenio: así fue uno de los crímenes más salvajes de la humanidad
ABC.- El Gobierno otomano buscó en el contexto de la Primera Guerra Mundial convertir su achacoso imperio en un Estado homogéneo formado solo por musulmanes turcos. El precio de su plan fue la muerte de un millón y medio de personas
Son tantas las tragedias que esconde la historia de Armenia, antigua república soviética, antiguo patio trasero otomano, antiguo lugar de paso de invasores varios, que unas se solapan sobre otras hasta que ya no es posible ver todo el paisaje. Este país encajado entre fronteras ha vuelto a saltar a la actualidad esta semana con motivo del enfrentamiento militar que mantiene en Nagorno Karabaj contra Azerbaiyán.
La vieja rivalidad con Azerbaiyán, que cuenta con el apoyo turco, despierta heridas y episodios que parecían olvidados en Armenia. El país sufrió a principios del siglo XX, en el contexto de la Primera Guerra Mundial, un genocidio por parte del llamado gobierno de los Jóvenes Turcos, que provocó el extermino de un millón y medio de cristianos que vivían en el Imperio otomano.
Durante siglos, el pueblo armenio fue fruto de ataques y todo tipo de discriminaciones por parte otomana debido a su condición religiosa (al menos la mitad de la población de este imperio era cristiano), pero no fue hasta después del Tratado de San Stefano (1878), que dio lugar a la independencia de Rumania, Serbia y Montenegro, cuando Turquía se obstinó en evitar a toda costa la creación de un estado armenio. Fue entonces cuando el nacionalismo turco tramó su plan más radical.
Los armenios eran vistos por los nacionalistas turcos como una quinta columna que, en caso de combates en su territorio, se pondrían de parte de los invasores, ya fueran ingleses, franceses o rusos. Como señala la socióloga Helen Fein en «Accounting for Genocide» (1986), «la guerra fue usada para transformar a la nación de acuerdo a la fórmula de la élite gobernante y eliminando a los grupos concebidos como extranjeros, enemigos por definición».
La fecha de inicio del proceso genocida contra los «enemigos» fue el 24 de abril de 1915, el día después del desembarco aliado en Galípoli, cuando las autoridades arrestaron a diversos intelectuales y políticos armenios en Constantinopla. Cientos de intelectuales, políticos, periodistas y eclesiásticos fueron arrestados y posteriormente llevados al interior de Anatolia para su exterminio. Borrados los ojos y las cabezas de la nación armenia, el siguiente objetivo fueron los brazos y las piernas, es decir, los hombres actos para la guerra.
Señala Carlos Antaramián en un artículo titulado «Esbozo histórico del genocidio armenio» (Universidad Nacional Autónoma de México Nueva Época, Año LXI, núm. 228) que las autoridades turcas aprovecharon el gran número de armenios llamados a filas del Ejército para reconvertir a todos ellos en «soldados/obreros (amele taburi) destinados a construir caminos y vías férreas para luego ser aniquilados en puestos de retaguardia como “carne de cañón”, al tiempo que otros fueron fusilados en trincheras construidas por ellos mismos».
Una guerra religiosa
Tras despachar a intelectuales, políticos y jóvenes capaces de empuñar armas, el nacionalismo remató su plan con una deportación y exterminio masivo de la población indefensa con destino final en los desiertos de Siria y Mesopotamia, convertidos en símbolos macabros del horror. La excusa para su traslado de cara a la comunidad internacional fue que se habían rebelado contra el Estado, lo cual nunca ha sido posible probar, y sus terribles consecuencias aún son difíciles de calcular.
A partir de mayo de 1915, una tropa lastimosa de mujeres, ancianos y niños fue sometida a situaciones extremas para provocar su muerte por inanición o enfermedad, o exponiéndolos a que fueran atacados por bandas violentas. En total se establecieron alrededor de 26 campos de concentración cercanos a Siria e Irak, si bien muy pocos tuvieron la fortuna de llegar con vida.
Algunos oficiales, impacientes, asaltaban directamente a las caravanas humanas provocando matanzas que incluían quemas masivas, ahogamientos, uso de veneno y otras fórmulas propias de las SS. Cuenta en sus memorias Mardirós Chitjian, un sobreviviente que tenía entonces 14 años, la masacre de la que fue testigo en un barranco del poblado de Perri, en la provincia de Jarpert:
«Cientos de cuerpos armenios asesinados, desfigurados de las maneras más atroces que es dado imaginar; hombres, mujeres, ancianos y jóvenes, niños y bebés. Nadie se salvó. Sus cuerpos habían sido esparcidos o amontonados unos encima de otros».
Turquía negó en todo momento los crímenes y trató de revestir las medidas de legalidad. Los ejecutados lo habían sido por traidores, y los traslados forzosos se habían basado en cuestión de seguridad nacional para que los armenios no confraternizaran con el enemigo. En paralelo a las matanzas, las autoridades pusieron en marcha un plan para asentar a turcos musulmanes en los barrios y pueblos ocupados antes por la población armenia. El objetivo final era borrar la existencia de un pueblo sin encaje dentro de la nueva Turquía.
El componente de odio religioso, que sería la tónica en futuros conflictos en la zona, agitó las manos de los verdugos. Dado que el Imperio otomano había declarado la guerra santa (yihad) en noviembre de 1914, la persecución y muerte de infieles cristianos era una obligación para los musulmanes que nutrían las filas de su ejército. Solo quienes accedieron a convertirse al Islam gozaron de cierta protección en Armenia, aunque también este grupo de conversos fue perseguido por leyes que medían «la pureza religiosa».
Arnold Toynbee, autor de «The murderous Tyranny of the Turks» calculaba hacía 1986 que «solo un tercio de los dos millones de armenios de Turquía ha sobrevivido, y éstos a costa de su apostasía hacia el Islam o dejando cuanto poseían y huyendo a través de la frontera. Los refugiados vieron morir a sus mujeres y niños en los caminos y, para las mujeres, la apostasía significó la muerte en vida por el casamiento con un turco y la internación en su harem».
La victoria del silencio
Con la partición del Imperio otomano tras su derrota en Primera Guerra Mundial, se creó un proyecto de estado armenio amparado por el presidente estadounidense Woodrow Wilson que duró lo que un soplido. En la Guerra de Independencia Turca, los nacionalistas reeditaron las pugnas y recolocaron las líneas fronterizas en su beneficio. Este renacer turco evitó que los culpables del genocidio fueron debidamente juzgados y colocó a las víctimas armenias en una posición de limbo legal que dura hasta hoy.
Turquía sigue negando el genocidio y, de hecho, tiene a gran parte de sus responsables elevados en su relato nacional al papel de héroes de la patria. Solo en los últimos años ha sido posible que surjan en el país voces discrepantes a nivel historiográfico con la versión oficial que culpa a los armenios de su perdición por traicionar al imperio.
El genocidio armenio fue la primera limpieza étnica de un siglo caracterizado por estos sucesos atroces. Los paralelismos entre el genocidio armenio en la Primera Guerra Mundial y el holocausto de los judíos en la Segunda son más que evidentes, y solo el empeño turco por ocultarlo ha hecho que el primero sea un episodio histórico infinitamente menos conocido que el segundo.
El Gobierno otomano buscó en el contexto de la Primera Guerra Mundial convertir su achacoso imperio en un Estado homogéneo formado solo por musulmanes turcos de cara a un conflicto que sacó a la luz las enormes deficiencias de la Sublime Puerta. Armenios, asirios y griegos quedaban fuera de una ecuación que descartaba a las personas que no fueran musulmanas….