El retorno de las «razas»
Fuente: El Mundo
El divulgador científico Nicholas Wade ha desatado la polémica con su último libro, en el que defiende la existencia de tres grandes ‘razas’: caucásica, asiática oriental y africana.
De inmediato, algunos genetistas han atacado la obra, acusando al autor de tergiversar sus investigaciones y fomentar el racismo.
Hoy llega a las librerías españolas el libro que ha desencadenado una de las más virulentas confrontaciones académicas de los últimos años. Una herencia incómoda (ed. Ariel), del biólogo y divulgador Nicholas Wade, antes editor científico en Science y The New York Times, trata de la raza, y ésta es siempre una cuestión controvertida desde el mismo momento en que buena parte de la comunidad científica comparte la opinión del antropólogo Ashley Montagu de que «la palabra misma ‘raza’ es en sí misma racista».
Wade, por el contrario, sostiene que los notables -aunque aún preliminares- avances en el conocimiento del genoma humano permiten afirmar que existen diferencias intrínsecas entre grandes grupos de población y que hablar de ello no abre la puerta al resurgimiento del racismo. «La ciencia trata de lo que es, no de lo que debería ser», sentencia el autor inglés residente en EEUU.
La tesis principal de Una herencia incómoda es que, a la luz del estudio del genoma, la evolución humana debe considerarse «reciente, copiosa y regional». En otras palabras, que el hombre se halla en constante transformación genética, ha cambiado de manera considerable en la Historia reciente, como en cualquier otro periodo -lo que parece incontrovertible-, y lo ha hecho de forma diferente según el entorno geográfico donde se ha asentado, principalmente -según Wade- en función del continente que haya habitado.
Nada de esto parece especialmente escandaloso, pero la hipótesis de que los rasgos distintivos de las diversas razas trascienden evidencias físicas como el color de la piel y afectan también a su comportamiento social, así como a sus logros culturales o económicos, ha levantado en armas al mundo académico, al que Wade tacha de actuar por inercia, motivos políticos o miedo a las acusaciones de racismo.
Carta de protesta
Publicado en primavera, el libro provocó el rechazo de un grupo de 140 genetistas que acusaban a Wade de haber malinterpretado su trabajo científico. Autoridades tan prominentes como Evan Eichler, David Goldstein y Michael Hammer reprobaban al divulgador a través de una carta publicada precisamente en la propia casa, hasta fechas recientes, de Wade, The New York Times.
Rasmus Nielsen, de la Universidad de California, puso voz al malestar del colectivo al manifestar la sensación de que su investigación había sido «secuestrada por Wade para promover su agenda ideológica». Exactamente el mismo argumento que esgrime el divulgador, para quien la mayoría de los investigadores en este campo «eluden el tema [de la raza] en lugar de arriesgarse a ser calumniados con insinuaciones de racismo y de poner en peligro su carrera y su financiación».
Nicholas Wade.
La edición española del libro recoge ya la respuesta del autor a la carta de los genetistas. Su posición se mantiene inalterada por cuanto la conclusión de que la raza tiene un fundamento biológico, «lejos de ofrecer ninguna base para el racismo», tan sólo pone de relieve la unidad genética esencial de la humanidad.
Wade ha encontrado también defensores de altura, si no directamente de sus tesis o conjeturas -él admite que lo son-, sí al menos de su derecho a expresarlas sin que broten los sarpullidos. E. O. Wilson, uno de los biólogos más respetados del mundo, ha celebrado que Wade se ocupe de la diversidad genética «sin miedo a la verdad».
Una herencia incómoda es «una obra magistral» para James D. Watson, codescubridor del ADN y él mismo un personaje polémico después de que diversas manifestaciones suyas, en especial las referidas a la inteligencia de las personas negras, le valieran la acusación de racista y le costaran el puesto de presidente del prestigioso Laboratorio Cold Spring Harbor.
Acusaciones de racismo
En el bando opuesto, el que mantiene que obras como ésta son perniciosas porque alientan o al menos proporcionan argumentos al racismo, se situaron con particular encono varios investigadores que publican en el periódico digital The Huffington Post. Uno de ellos, el antropólogo Agustín Fuentes, jugaba en un post con el título del libro puesto en cuestión al referirse a «la incómoda ignorancia de Nicholas Wade».
Fuentes criticaba, por ejemplo, la arbitrariedad de establecer en tres, cinco o siete el número de razas existentes, como hace Wade en diferentes partes del ensayo de acuerdo con los criterios a que uno pretenda atenerse.
El licenciado en Ciencias Naturales afirma que la falta de acuerdo en los métodos de clasificación, que han llegado a fijar entre tres y 60 razas, «no significa que las razas no existan». Wade sostiene que, a partir de una patria ancestral africana cuyos miembros comenzaron a dispersarse hace 50.000 años, la especie se ha desgajado en tres grandes grupos: el caucásico, el compuesto por los asiáticos orientales y el que deriva de la población que se quedó en África. A estas dos categorías suma la de los aborígenes australianos y la de los americanos nativos, descendientes de pueblos siberianos que arribaron a Alaska, y de ahí a todo el nuevo continente, a través del hoy hundido puente de Beringia.
El libro de la polémica se remonta a los grandes puntos de inflexión de la Historia -el paso de los antepasados del hombre de los árboles al suelo, la invención de la agricultura, la creación del Estado, la organización social occidental- para interpretarlos en clave de las modificaciones genéticas impuestas por la selección natural para superar los desafíos a que se enfrentaba cada grupo de población.
Éstos habrían evolucionado por sendas ligeramente diferentes en la medida en que, al separarse por continentes y no mezclarse debido a las barreras idiomáticas o al sentimiento de territorialidad del hombre primitivo, cada uno habría legado a sus descendientes sólo una parte del acervo genético común. De ahí, según Wade, que cada raza presente su propia frecuencia (o abundancia relativa) en la distribución de los alelos, que son las formas alternativas que puede tener un mismo gen.
El editor científico cita estudios según los cuales el 8% del genoma humano muestra evidencias de haber estado bajo presión reciente de la selección natural, lo cual es visible en la forma de grandes bloques que adoptan los genes sometidos a una mutación beneficiosa para la especie. «Generación tras generación», señala, «el bloque de ADN con la versión favorecida de un gen va siendo portado por cada vez más gente».
Hasta aquí todo resulta plausible. La cuestión se complica cuando Wade se zambulle en el terreno de las especulaciones acerca de cómo la evolución ha hecho derivar a cada grupo en una dirección determinada que no puede explicarse exclusivamente por razones culturales. En su opinión, mínimas modificaciones del comportamiento social del hombre dan como resultado conjuntos de población muy diferente.
Inclinación innata
La genética no sólo no determina el comportamiento, defiende Wade, sino que representa apenas una inclinación innata en absoluto decisiva. Ahora bien, «si todos los individuos de una sociedad tienen propensiones similares, por leves que sean (…), entonces [ésta] tenderá a actuar en aquella dirección» y, dotándose de los instrumentos pertinentes, moldeará el comportamiento de sus miembros así como -espinoso asunto- sus destrezas, incluidas las cognitivas.
Apoyado en este argumento, el escritor, que en todo momento evita pronunciarse en términos de superioridad de una raza sobre otra, avanza sin embargo por un campo de minas al conjeturar que los europeos sentaron las bases de su posición dominante durante siglos cuando acertaron a desarrollar «una forma particularmente exitosa de organización social» y que ese firme apoyo no permite augurar, «desde una perspectiva evolutiva, un declive inminente de Occidente».
Esa forma de organización social sería el fruto de la propensión de un grupo humano, en este caso el caucásico, a dotarse de una serie de instituciones y usos que se adaptaban especialmente bien a «sus circunstancias locales concretas», desarrollando así «un tipo de sociedad que era muy favorable a la innovación». Más extraño resulta leer que pueden rastrearse las bases genéticas de la «tendencia» de los africanos a regirse por sistemas de carácter tribal o la de los chinos a ser reticentes al cambio y sumisos.
Y no digamos nada de la hipótesis de que los judíos asquenazíes (europeos) podrían haber experimentado «una mejora genética de su capacidad cognitiva» debido a su dedicación ancestral -en parte forzada, para decirlo todo- a actividades complejas relacionadas con el préstamo de dinero.
«Cualesquiera genes que aumentaran la inteligencia que surgieran en una familia de la población general se diluirían en la generación siguiente, pero podían acumularse en la comunidad judía porque se disuadía el matrimonio con no judíos», escribe Wade en el controvertido ensayo que desde mañana puede leerse ya en español.