Germán, una vida sin techo: «Ojalá coja el coronavirus para dormir en un hospital»

Público.- No puede confinarse en casa porque duerme en el banco de un parque. Sin hogar a los 65 años, se pregunta por qué la policía les regaña por estar en la calle en vez de hacerles la prueba del COVID-19. «Debería ser la primera preocupación del Gobierno».

Los sintecho de Atocha viajan a ninguna parte. Ha vuelto la lluvia y ellos se sientan a la vera del jardín botánico. Plantas tropicales que medran en el antiguo apeadero, donde se siguen bajando cada día quienes no tienen casa. Una estación para cada estación: la antaño llamada del Mediodía refresca en verano y templa en invierno. Ahora, que ni se sabe qué tiempo es, seca las ropas húmedas en el andén de la supuesta primavera, porque en vez de salir el sol nos ha salido el coronavirus.

Germán tiene sesenta y cinco años, aunque algunos años pesan más que otros. Él parece ligero de cuerpo, pero esconde un fardo dentro. Lo insinúan los pliegues de su cara, que no son arrugas sino cuerdas. Se lleva la mano a la cara, tira de una y desenvuelve su vida.

«Yo cuando era niño trabajaba de mensajero en bicicleta».

Un crío de Medellín que luego tuvo tantos trabajos que no cabrían en una ETT: vendedor de libros, conductor de bus, taxista, instalador de gas… «Luego tuve que irme de Colombia por ideología«.

– ¿Cómo por ideología?

– Discúlpeme, pero ese tema no lo puedo tocar.

Germán recibió asilo político en Ecuador y, dos años después, se instaló en un pueblo perdido en el mapamundi donde hacía un frío tremendo. «Sí, en el norte de Suecia, a ocho horas en bus de Estocolmo. Allí trabajé en una agencia de empleo, en un supermercado, en una ebanistería y en un taller de reparación de bicicletas». Parece que a Germán lo perseguía el ciclismo, aunque en realidad lo hostigaba la ideología. Eso dice él, como todo lo que sigue.

Dice, por ejemplo, que curraba sin contrato. O, mejor dicho, en prácticas, algo que no sorprende a este paso. O sea, ser becario a los sesenta.

«Allí se aprovechan de los refugiados. ¿Sabe usted lo que me trae a España? Un día resbalé en una calle helada, me caí y me fracturé la columna vertebral. Las ayudas que me daban no me alcanzaban para pagar el tratamiento médico, pero los dolores seguían. Por eso me salgo a España a buscar salud. Y aquí la estoy encontrando».

Germán duerme en un banco. No de dinero, sino de madera. Un banco junto a un parque. Un parque junto a una estación. Una estación sin viajeros, que es como un parque sin bancos.

«En abril empezaré a ir al fisioterapeuta».

¿Rehabilitará la primavera a Germán?

¿Respetará el coronavirus el ansiado tratamiento de sus vértebras?

¿Cuándo es abril?

«No me moveré del banco, porque la clínica está junto a la Puerta del Sol».

Germán vivió en una habitación que le ofreció una ONG en un piso compartido. Luego en una pensión de Callao con nombre de mujer. Compartió cuarto, mas salió escaldado de la experiencia. De convivir con un desconocido que colma de adjetivos y de la propia asociación que le proporcionaba alojamiento. «Tener un techo no quiere decir que estés contento, porque a veces te juntan con gente que bebe, se droga, pelea o roba. Las ONG quieren que uno se acomode a los hábitos del otro y así, en vez de progresar, vas en retroceso. Algunas hacen un bien aparente, pero a mí me han hecho mucho mal». Quizás él sea una persona complicada, o compleja, aunque eso deberían decirlo los otros.

«Llevo durmiendo en la calle desde el martes pasado porque no me trataron bien. Me querían mandar de Callao a Vallecas, pero no me reconocen para el metro y yo no puedo perder la fisioterapia». Germán asegura que no cobra ninguna paga. Nada le llega de Colombia ni de Suecia, donde vivió cinco años y cuatro meses, hasta que se vino a España con pasaporte sueco. Cuando da una fecha, detalla el día, el mes y el año. Y en su calendario vital hay muchas. «Llegué a Madrid el 2 de octubre de 2018», por ejemplo.

Almuerza en comedores sociales, y también indica la calle y el número donde se ubican. Suele ir a uno de Chamberí atendido por monjas, aunque a veces se desplaza a otro más lejano, perteneciente a una orden religiosa, para llevarse algo a la boca. «Cuando estoy de ánimos voy a Plaza de Castilla, caminando o colándome en el metro, pero no todos los días tienes la oportunidad de hacerlo. Y con una colada me siento mal, porque es como si estuviese robando algo».

Llegar a los sesenta para ser becario, colarse en el metro y dormir en un banco.

«Éste es mi chalé: una elegancia». Saca el móvil y muestra una foto.

«Y tiene piscina. La hice yo mismo con obra de ingeniería fina. ¡Mira qué bonita!».

Un banco de madera y unos cartones de cartón.

«Aquí tengo yo el despacho».

En él duerme desde hace una semana. Una semana loca de calor hasta que bajó la temperatura y llegó la lluvia. «Frío, el que usted quiera. No tengo una cobija. Duermo con la ropa que llevo puesta. Por suerte, los vecinos son buenos y hay una gente muy querida que me trae comida».

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