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Herta Oberheuser y sus sádicos experimentos nazis con niños

La Vanguardia.- La enfermera extirpaba y reimplantaba partes del cuerpo para probar su recuperación en Ravensbrück

Juzgada en los Juicios de Nüremberg, fue liberada y contratada en un hospital alemán

“Nos llevaron a una barraca donde vi a mujeres operadas. Les habían operado las piernas, cortado tendones, los músculos, rasgado la piel, se les veía el hueso, todo para experimentar con el cuerpo humano. Tenían unas cicatrices horribles. A otras les inoculaban productos químicos o sufrían amputaciones”. El testimonio de Conchita Ramos, superviviente española en el campo de concentración de Ravensbrück , es solo una muestra de quienes vivieron los sádicos experimentos médicos que perpetraron los nazis en estos recintos de exterminio durante la Segunda Guerra Mundial.

Una de las personalidades más crueles fue la de Herta Oberheuser, una enfermera nazi que disfrutaba extirpando y reimplantando partes del cuerpo de niños y mujeres para verificar su grado de recuperación. Su sadismo llegó a tal punto que la mayoría murió en la sala de operaciones. Tras los juicios de Nüremberg y su ínfima condena, vivió en libertad y siguió ejerciendo como dermatóloga.

El nazismo en vena

Nacida el 15 de mayo de 1911 en la ciudad alemana de Colonia, Herta Oberheuser se crió en el seno de una familia conservadora con poca estabilidad económica, datos que conocemos porque según su propio testimonio tuvo que trabajar para pagarse los estudios de preclínica en Bonn. Nada más se sabe de su etapa infantil y de adolescente, salvo que en 1932 y cuando contaba con 21 años, Herta decidió alistarse a la Bund Deutscher Mädel (BDM), conocida como la Liga de muchachas alemanas. Era la sección femenina de las Juventudes Hitlerianas.

El cometido de esta organización era la de adoctrinar a las jóvenes en la ideología nazi y que se embebiesen de los preceptos marcados por Adolf Hitler y el Tercer Reich. Por la BDM pasaron las guardianas nazis más temidas de la época: Irma Grese, María Mandel o Dorothea Binz.

Tras cinco años de adoctrinamiento, Herta terminó siendo parte del Partido Nazi, algo muy común entre los fieles al Führer, lo que le proporcionó beneficios laborales. Entre otros, trabajar en el Instituto de Fisiología de Bonn y en la Clínica de Düsseldorf, donde se especializó en dermatología. Pese a este paraguas en el terreno profesional, cuando necesitó ayuda económica para arrimar el hombro con su familia, el partido jamás se la brindó. Este fue el motivo por el que acudió a los campos de concentración.

En 1940 respondió a un anuncio del periódico donde buscaban “mujeres para colaborar en un campamento de entrenamiento cerca de Berlín”. Se trataba del campo de Ravensbrück, en Fürstenberg/Havel, a 90 kilómetros al norte de Berlín.

Se trataba de un trabajo bien remunerado, con alojamiento y comida incluidos en el sueldo, en el que supuestamente ejercía como enfermera para hacer revisiones facultativas, a las órdenes del médico en jefe Gebhardt. Sin embargo, aquel cuartel, acotado con alambradas y torres de vigilancia y con decenas de barracones de madera, era en realidad una cárcel de mujeres. Una de las primeras construidas en territorio alemán.

Hasta ‘El puente de los cuervos’, flanqueado por un lago y un idílico paisaje boscoso, arribaron miles de mujeres cuyo único delito era no comulgar con los nazis. Españolas republicanas, gitanas, judías, soviéticas, polacas… Todas eran indignas a los ojos de Hitler y sus secuaces.

Aleccionar en el castigo

Además de un campo de internamiento, Ravensbrück también fue un campamento de formación para el propio personal alemán. Allí, las Aufseherin (guardianas) tenían que aprender a administrar el recinto (labores administrativas, de cocina, de transporte, de limpieza…), pero acabaron convirtiéndose en verdugos. Equiparables a los soldados rasos de las SS, estas nazis vestían con un uniforme propio e iban ataviadas con botas de punta de acero reforzado, látigos, palos o pistolas, para acometer toda clase de torturas y crímenes.

A lo largo de su instrucción, aprendieron las diferentes formas de castigar, apalear y asesinar a las prisioneras, además del funcionamiento de los hornos crematorios. El destino de cada una de estas nazis:

Después de una formación de tres meses, Herta ya estaba lista para comenzar a trabajar en el campo de concentración. Era primavera de 1941 y Karl Franz Gebhardt, cirujano en jefe de las Waffen SS y médico de Ravensbrück, le enseñó todo lo concerniente a la experimentación con humanos para lograr importantes avances científicos. Este médico, al igual que Josef Mengele, fue el maestro del terror de discípulas como Irma Grese, el ángel de Auschwitz.

Quienes terminaron bajo su protección experimentaron tal dosis de impunidad, que se creían por encima del Bien y del Mal, una sensación de superioridad que ejercitaban en los suplicios a los “kanichen” o “conejillos de indias”. Así denominaban a las prisioneras con las que realizaban sus atroces experimentos médicos.

En una de sus primeras investigaciones, Herta empleó las sulfanomidas, unos fármacos que, según el doctor Joseph H. Andrejus Korolkovas, se utilizaban “para el tratamiento de las infecciones bacterianas” y hasta par combatir la lepra, y que en Ravensbrück se usaron con el único fin de comprobar su efecto en las prisioneras.

Para ello, primeramente, las infligían heridas similares a las que tenían los soldados alemanes en el campo de batalla; después, se las infectaban con astillas de madera, clavos oxidados, cristales, serrín o suciedad, lo que posibilitaba que las reas sufriesen gangrena, por ejemplo; para terminar administrando dicho medicamento por vía tópica.

La perversión

Las pruebas con sulfanomindas fueron “experimentos sumamente perversos y dolorosos”, cuyo resultado final fue un auténtico desastre: la mayoría murió, y aquellas que sobrevivieron, padecieron graves secuelas el resto de su vida.

Otro de los ensayos donde participó la enfermera Oberheuser: romper parte de las extremidades de estos “conejillos de indias” para constatar cómo se producía la regeneración del músculo de los nervios o si era necesario un trasplante. Previamente, las golpeaban con un martillo o un cincel, después, cosían las partes afectadas y, tras un tiempo prudencial, volvían a abrir las heridas para verificar los resultados.

“Pero estos experimentos no se ciñeron solo a los huesos, llegaron a los sistemas muscular y nervioso. Semejantes intervenciones fueron diseñadas para probar la velocidad de mejoría de los músculos y los nervios para el uso de la cirugía plástica. Estas consistieron en la extirpación de los nervios y los músculos de los nervios y la pantorrilla, pero sin condiciones básicas de higiene y salubridad”, se explica en el libro Guardianas Nazis. El lado femenino del mal. Una vez concluida la prueba, Herta abandonaba a su suerte a las pacientes.

La experimentación también se cebó con los más pequeños. A los niños les inyectaba aceite para, todavía vivos, extraerles los órganos vitales y los huesos. Un proceso dolorosísimo, que les llevaba al óbito en menos de cinco minutos. Aquellos que sobrevivían, morían igualmente: Oberheuser los asesinaba inoculándoles gasolina en el brazo. Una inyección de diez centímetros cúbicos.

Estos sádicos experimentos se alargaron hasta julio de 1943, fecha en la que se procedió a su traslado al hospital psiquiátrico de Hohenlychen. Allí, Oberheuser ejerció como facultativa hasta que fue detenida por los aliados al final de la guerra. De hecho, una vez capturada, formó parte junto con otros oficiales nazis de los denominados Juicios de Nüremberg. De las trece vistas que se produjeron, ella fue juzgada en el conocido como ‘Proceso de los Médicos’ o ‘Juicio de los Doctores’.

El 9 de diciembre de 1946, veintitrés nazis (incluida Herta Oberheuser) se sentaron en el banquillo de los acusados por ser responsables o cómplices de diferentes crímenes. Entre ellos, la experimentación “en sujetos que no habían concedido su permiso para ello, cometiendo en el transcurso de dichos experimentos homicidios, violencias, atrocidades, torturas, crueldades y otras acciones inhumanas”.

Nüremberg y los doctores

Durante nueve meses, el tribunal examinó centenares de documentos que probaban este tipo de ensayos, y escuchó a decenas de supervivientes que recordaban, subidas al estrado, los suplicios a las que se vieron sometidas en pos de una limpieza racial.

Entre los testimonios, el de Jadwiga Dzido, que mostró las cicatrices que aún conservaba después de que la operasen en noviembre de 1942. “Me enteré por mis compañeros que me habían operado la pierna”, relató. Durante su declaración, señaló a Oberheuser como la persona que le cambió los vendajes tras el experimento. Otra testigo, Vladislava Karolewska, también reconoció a la enfermera como una de las responsables de “las operaciones experimentales bajo el nombre de ‘conejillos de indias’”.

La polaca aseveró además que, tanto ella como otras compañeras de barracón, redactaron un escrito de protesta, dirigido al comandante del campo de Ravensbrück, para que cesasen los experimentos. No entendían a qué se debían dichas pruebas, y tal y como Karolewska sabía y recordó al tribunal, “el derecho internacional prohíbe la realización de operaciones incluso a presos políticos”.

Su relato fue esclarecedor, porque también describió con minuciosidad la vida en el campo, el temido búnker de castigo, la personalidad sombría de guardianas como Dorothea Binz, y las propias vejaciones que sufrió hasta su liberación.

El 20 de agosto de 1947 concluyó el ‘Proceso de los Médicos’, en el que los acusados fueron condenados uno por uno. En el caso de Herta Oberheuser, el tribunal la sentenció a veinte años de prisión, aunque posteriormente la pena se redujo a diez.

Liberada antes de tiempo, en 1952, un hospital de la región de Holstein Stocksee la contrató como enfermera. Nadie sospechó jamás de las atrocidades que cometió en el campo de concentración, hasta que una superviviente la reconoció y, en 1958, le revocaron su licencia médica. El revuelo mediático hizo que pusiese tierra de por medio, que se mudase hasta Renania del Norte-Westfalia en 1965, y a que durante más de una década, se le perdiese la pista. Fue en enero de 1978 cuando se supo que Herta Oberheuser, la sádica enfermera de Ravensbrück, fallecía en Linz. Nunca se supo la causa de su muerte.

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