Hitler, al poder por la propaganda
La Vanguardia.- El partido nazi desarrolló una sofisticada maquinaria propagandística destinada a hacerse con el poder de Alemania
Núremberg, 5 de septiembre de 1934. Una multitud enfervorizada aclama a Adolf Hitler a su llegada a la ciudad “más alemana de Alemania”, como le gustaba llamarla al canciller germano. Durante una semana, más de medio millón de militantes y simpatizantes asistirán a los actos de celebración del partido nacionalsocialista.
Una sucesión de inflamados mítines, grandiosos desfiles y espectaculares ceremonias, diseñados para reforzar el culto al Führer, complacer a sus seguidores, seducir a los escépticos y amedrentar a los opositores. Como escribió el corresponsal estadounidense William L. Shirer, presente en la concentración: “Creo que empiezo a comprender algunas de las razones del éxito asombroso de Hitler”.
Núremberg, 5 de septiembre de 1934. Una multitud enfervorizada aclama a Adolf Hitler a su llegada a la ciudad “más alemana de Alemania”, como le gustaba llamarla al canciller germano. Durante una semana, más de medio millón de militantes y simpatizantes asistirán a los actos de celebración del partido nacionalsocialista.
Una sucesión de inflamados mítines, grandiosos desfiles y espectaculares ceremonias, diseñados para reforzar el culto al Führer, complacer a sus seguidores, seducir a los escépticos y amedrentar a los opositores. Como escribió el corresponsal estadounidense William L. Shirer, presente en la concentración: “Creo que empiezo a comprender algunas de las razones del éxito asombroso de Hitler”.
El congreso de Núremberg fue concebido como un monumental evento propagandístico, una muestra de la unidad, la fortaleza y la determinación del pueblo alemán y su recién elegido líder. Pero el evento no solo estaba destinado a los alemanes, sino a todo el mundo. El canciller, consciente del efecto intimidatorio que podría producir en el exterior, ordenó filmar la concentración para que pudiera verse en todas partes.
Encargó el trabajo a una popular actriz y directora a quien admiraba, Leni Riefenstahl. La cineasta tuvo libertad absoluta y medios ilimitados para realizar la película. El resultado fue El triunfo de la voluntad (Triumph des Willens, 1935), una obra maestra del documental propagandístico que causó un gran impacto en los espectadores e hizo contener la respiración a medio mundo.
“Un verdadero arte”
La importancia que otorgaba Adolf Hitler a la propaganda política no era ningún secreto. Como casi todas las ideas que terminó llevando a la práctica, estaba plasmada, como una siniestra advertencia, en su libro Mi lucha (Mein Kampf , 1925). Hitler le dedicó dos capítulos a la propaganda. “Pronto me di cuenta –escribió– de que el uso de la propaganda es un verdadero arte que ha permanecido prácticamente desconocido para los partidos burgueses”.
Tras el fracasado golpe de Estado que perpetró en 1923, el líder del partido nazi llegó a la conclusión de que la mejor manera de alcanzar el poder era a través de la vía parlamentaria. Y, para lograr ese objetivo, la propaganda iba a ser un arma fundamental. El principal órgano de propaganda del partido nazi fue el diario Völkischer Beobachter (Observador del pueblo). El “periódico más odiado del país”, como lo calificaba Hitler en sus discursos para estimular su venta, fue el diario oficial del partido hasta su prohibición en 1945.
Desde sus páginas, dirigidas hasta el estallido de la guerra por el ideólogo Alfred Rosenberg, se denunciaban los supuestos grandes males de Alemania: el Tratado de Versalles, que consideraban injusto y humillante; el gobierno de la República de Weimar, al que tachaban de débil y de incapaz de sacar al país de la crisis económica; el ascenso del comunismo, que veían como una amenaza para la unidad del pueblo alemán; y la influencia de los judíos, a quienes culpaban de todo lo anterior: del tratado, supuestamente auspiciado por ellos; de la crisis económica, desencadenada por el capitalismo judío occidental; y del comunismo, vinculando de forma interesada bolchevismo con judaísmo.
Además, en sintonía con las teorías racistas asociadas al darwinismo social, muy en boga en esos años, los judíos eran considerados un peligro biológico para la supervivencia de la “raza germana”. Todos estos temas, que componían el sustrato de la ideología nazi, se exponían en las páginas del periódico utilizando un marcado tono hiperbólico y entre consignas ultranacionalistas y raciales.
Núremberg, 5 de septiembre de 1934. Una multitud enfervorizada aclama a Adolf Hitler a su llegada a la ciudad “más alemana de Alemania”, como le gustaba llamarla al canciller germano. Durante una semana, más de medio millón de militantes y simpatizantes asistirán a los actos de celebración del partido nacionalsocialista.
Una sucesión de inflamados mítines, grandiosos desfiles y espectaculares ceremonias, diseñados para reforzar el culto al Führer, complacer a sus seguidores, seducir a los escépticos y amedrentar a los opositores. Como escribió el corresponsal estadounidense William L. Shirer, presente en la concentración: “Creo que empiezo a comprender algunas de las razones del éxito asombroso de Hitler”.
El congreso de Núremberg fue concebido como un monumental evento propagandístico, una muestra de la unidad, la fortaleza y la determinación del pueblo alemán y su recién elegido líder. Pero el evento no solo estaba destinado a los alemanes, sino a todo el mundo. El canciller, consciente del efecto intimidatorio que podría producir en el exterior, ordenó filmar la concentración para que pudiera verse en todas partes.
Todos estos temas se exponían en el periódico utilizando un tono hiperbólico y entre consignas ultranacionalistas
Encargó el trabajo a una popular actriz y directora a quien admiraba, Leni Riefenstahl. La cineasta tuvo libertad absoluta y medios ilimitados para realizar la película. El resultado fue El triunfo de la voluntad (Triumph des Willens, 1935), una obra maestra del documental propagandístico que causó un gran impacto en los espectadores e hizo contener la respiración a medio mundo.
“Un verdadero arte”
La importancia que otorgaba Adolf Hitler a la propaganda política no era ningún secreto. Como casi todas las ideas que terminó llevando a la práctica, estaba plasmada, como una siniestra advertencia, en su libro Mi lucha (Mein Kampf , 1925). Hitler le dedicó dos capítulos a la propaganda. “Pronto me di cuenta –escribió– de que el uso de la propaganda es un verdadero arte que ha permanecido prácticamente desconocido para los partidos burgueses”.
Tras el fracasado golpe de Estado que perpetró en 1923, el líder del partido nazi llegó a la conclusión de que la mejor manera de alcanzar el poder era a través de la vía parlamentaria. Y, para lograr ese objetivo, la propaganda iba a ser un arma fundamental. El principal órgano de propaganda del partido nazi fue el diario Völkischer Beobachter (Observador del pueblo). El “periódico más odiado del país”, como lo calificaba Hitler en sus discursos para estimular su venta, fue el diario oficial del partido hasta su prohibición en 1945.
Desde sus páginas, dirigidas hasta el estallido de la guerra por el ideólogo Alfred Rosenberg, se denunciaban los supuestos grandes males de Alemania: el Tratado de Versalles, que consideraban injusto y humillante; el gobierno de la República de Weimar, al que tachaban de débil y de incapaz de sacar al país de la crisis económica; el ascenso del comunismo, que veían como una amenaza para la unidad del pueblo alemán; y la influencia de los judíos, a quienes culpaban de todo lo anterior: del tratado, supuestamente auspiciado por ellos; de la crisis económica, desencadenada por el capitalismo judío occidental; y del comunismo, vinculando de forma interesada bolchevismo con judaísmo.
Además, en sintonía con las teorías racistas asociadas al darwinismo social, muy en boga en esos años, los judíos eran considerados un peligro biológico para la supervivencia de la “raza germana”. Todos estos temas, que componían el sustrato de la ideología nazi, se exponían en las páginas del periódico utilizando un marcado tono hiperbólico y entre consignas ultranacionalistas y raciales.
Apuntaban más a las emociones del lector, explotando sus frustraciones, resentimiento con el gobierno o prejuicios antisemitas, que a su intelecto. En ese sentido, la publicación Der Stürmer (El atacante) fue la que llegó más lejos. Aunque no pertenecía al partido, su editor, el furibundo antisemita Julius Streicher, era un destacado nazi. Con una periodicidad semanal, Der Stürmer destacó por su carácter extremadamente sensacionalista y por sus feroces y paranoicos ataques contra los judíos.
Otro semanario de relevancia fue Der Angriff (El ataque). Editado por el partido nazi, se creó en 1927 como el equivalente berlinés del muniqués Völkischer Beobachter, que todavía no tenía edición en la capital alemana. Los temas eran los mismos –ataques contra los opositores políticos, difusión del antisemitismo–, pero con un matiz local.
El periódico se convirtió en el azote de Bernhard Weiss, el vicepresidente de la policía de Berlín, que era de origen judío. Detrás de estos ataques, que causaron el cierre del periódico en varias ocasiones, se encontraba un joven editor que estaba demostrando poseer un gran talento para la agitación propagandística: Joseph Goebbels.
El maestro de la propaganda
El doctor Goebbels, como le gustaba que le llamaran (era doctorado en Filosofía), había entrado en el partido relativamente tarde, en 1925, cinco años después de su fundación. Pero enseguida hizo méritos para ocupar puestos de importancia. En 1926, Hitler le nombró gauleiter (jefe regional) de Berlín. Cuatro años después, gracias a su extraordinaria oratoria, su capacidad organizativa y su agresivo activismo, fue elegido jefe de propaganda del partido.
Su labor fue clave para la victoria del partido nazi en las elecciones de 1932. Durante la campaña, Goebbels se afanó en explotar el indudable carisma de Hitler convirtiéndole en una figura heroica, en un líder fuerte y decidido capaz de unir a su pueblo en una comunidad racial y sacarlo del atolladero financiero en el que se encontraba. Alemania, muy dependiente de las inversiones de EEUU, estaba sufriendo con especial virulencia los efectos de la crisis de 1929. En 1932, la tasa de desempleo llegó hasta los seis millones.
Núremberg, 5 de septiembre de 1934. Una multitud enfervorizada aclama a Adolf Hitler a su llegada a la ciudad “más alemana de Alemania”, como le gustaba llamarla al canciller germano. Durante una semana, más de medio millón de militantes y simpatizantes asistirán a los actos de celebración del partido nacionalsocialista.
Una sucesión de inflamados mítines, grandiosos desfiles y espectaculares ceremonias, diseñados para reforzar el culto al Führer, complacer a sus seguidores, seducir a los escépticos y amedrentar a los opositores. Como escribió el corresponsal estadounidense William L. Shirer, presente en la concentración: “Creo que empiezo a comprender algunas de las razones del éxito asombroso de Hitler”.
El congreso de Núremberg fue concebido como un monumental evento propagandístico, una muestra de la unidad, la fortaleza y la determinación del pueblo alemán y su recién elegido líder. Pero el evento no solo estaba destinado a los alemanes, sino a todo el mundo. El canciller, consciente del efecto intimidatorio que podría producir en el exterior, ordenó filmar la concentración para que pudiera verse en todas partes.
Todos estos temas se exponían en el periódico utilizando un tono hiperbólico y entre consignas ultranacionalistas
Encargó el trabajo a una popular actriz y directora a quien admiraba, Leni Riefenstahl. La cineasta tuvo libertad absoluta y medios ilimitados para realizar la película. El resultado fue El triunfo de la voluntad (Triumph des Willens, 1935), una obra maestra del documental propagandístico que causó un gran impacto en los espectadores e hizo contener la respiración a medio mundo.
“Un verdadero arte”
La importancia que otorgaba Adolf Hitler a la propaganda política no era ningún secreto. Como casi todas las ideas que terminó llevando a la práctica, estaba plasmada, como una siniestra advertencia, en su libro Mi lucha (Mein Kampf , 1925). Hitler le dedicó dos capítulos a la propaganda. “Pronto me di cuenta –escribió– de que el uso de la propaganda es un verdadero arte que ha permanecido prácticamente desconocido para los partidos burgueses”.
Tras el fracasado golpe de Estado que perpetró en 1923, el líder del partido nazi llegó a la conclusión de que la mejor manera de alcanzar el poder era a través de la vía parlamentaria. Y, para lograr ese objetivo, la propaganda iba a ser un arma fundamental. El principal órgano de propaganda del partido nazi fue el diario Völkischer Beobachter (Observador del pueblo). El “periódico más odiado del país”, como lo calificaba Hitler en sus discursos para estimular su venta, fue el diario oficial del partido hasta su prohibición en 1945.
Desde sus páginas, dirigidas hasta el estallido de la guerra por el ideólogo Alfred Rosenberg, se denunciaban los supuestos grandes males de Alemania: el Tratado de Versalles, que consideraban injusto y humillante; el gobierno de la República de Weimar, al que tachaban de débil y de incapaz de sacar al país de la crisis económica; el ascenso del comunismo, que veían como una amenaza para la unidad del pueblo alemán; y la influencia de los judíos, a quienes culpaban de todo lo anterior: del tratado, supuestamente auspiciado por ellos; de la crisis económica, desencadenada por el capitalismo judío occidental; y del comunismo, vinculando de forma interesada bolchevismo con judaísmo.
Además, en sintonía con las teorías racistas asociadas al darwinismo social, muy en boga en esos años, los judíos eran considerados un peligro biológico para la supervivencia de la “raza germana”. Todos estos temas, que componían el sustrato de la ideología nazi, se exponían en las páginas del periódico utilizando un marcado tono hiperbólico y entre consignas ultranacionalistas y raciales.
Apuntaban más a las emociones del lector, explotando sus frustraciones, resentimiento con el gobierno o prejuicios antisemitas, que a su intelecto. En ese sentido, la publicación Der Stürmer (El atacante) fue la que llegó más lejos. Aunque no pertenecía al partido, su editor, el furibundo antisemita Julius Streicher, era un destacado nazi. Con una periodicidad semanal, Der Stürmer destacó por su carácter extremadamente sensacionalista y por sus feroces y paranoicos ataques contra los judíos.
Por primera vez en una campaña electoral, el candidato se trasladó de ciudad en ciudad viajando en avión
Otro semanario de relevancia fue Der Angriff (El ataque). Editado por el partido nazi, se creó en 1927 como el equivalente berlinés del muniqués Völkischer Beobachter, que todavía no tenía edición en la capital alemana. Los temas eran los mismos –ataques contra los opositores políticos, difusión del antisemitismo–, pero con un matiz local.
El periódico se convirtió en el azote de Bernhard Weiss, el vicepresidente de la policía de Berlín, que era de origen judío. Detrás de estos ataques, que causaron el cierre del periódico en varias ocasiones, se encontraba un joven editor que estaba demostrando poseer un gran talento para la agitación propagandística: Joseph Goebbels.
El maestro de la propaganda
El doctor Goebbels, como le gustaba que le llamaran (era doctorado en Filosofía), había entrado en el partido relativamente tarde, en 1925, cinco años después de su fundación. Pero enseguida hizo méritos para ocupar puestos de importancia. En 1926, Hitler le nombró gauleiter (jefe regional) de Berlín. Cuatro años después, gracias a su extraordinaria oratoria, su capacidad organizativa y su agresivo activismo, fue elegido jefe de propaganda del partido.
Su labor fue clave para la victoria del partido nazi en las elecciones de 1932. Durante la campaña, Goebbels se afanó en explotar el indudable carisma de Hitler convirtiéndole en una figura heroica, en un líder fuerte y decidido capaz de unir a su pueblo en una comunidad racial y sacarlo del atolladero financiero en el que se encontraba. Alemania, muy dependiente de las inversiones de EEUU, estaba sufriendo con especial virulencia los efectos de la crisis de 1929. En 1932, la tasa de desempleo llegó hasta los seis millones.
Para hacer que la voz de Hitler llegara al mayor número de alemanes posible, Goebbels ideó una solución muy novedosa. Por primera vez en una campaña electoral, el candidato de un partido se trasladó de ciudad en ciudad viajando en avión. Bajo el lema “Hitler sobre Alemania”, el líder nazi pudo celebrar mítines por todo el país, llegando al electorado como ningún político alemán lo había hecho antes.
Su popularidad no creció gracias a los tradicionales carteles y octavillas que se repartieron por Alemania, sino al calor de las antorchas que iluminaban sus mítines y que tanto impresionaban a los presentes. Los desfiles de masas uniformadas, la atronadora música militar o sinfónica y los teatrales efectos lumínicos que acompañaban sus discursos –“la visión de disciplina en un período de caos”, comentó el arquitecto del régimen Albert Speer– resultaron más efectivos para captar votos que cualquier proclama impresa en un papel.
El partido nazi, que en 1928 apenas había conseguido 800.000 votos y 12 escaños, fue la fuerza más votada en las primeras elecciones de 1932, con casi 14 millones de votos y 230 escaños. En las segundas, aunque perdió algo de apoyo (con casi 11 millones y 196 escaños), también lo fue. A pesar de no conseguir la mayoría absoluta, Hitler fue nombrado canciller de Alemania el 30 de enero de 1933.
En las siguientes elecciones, celebradas en un clima de represión de las fuerzas de la oposición, el partido nazi alcanzó los 17 millones de votos. Tampoco eran suficientes para gobernar en solitario, pero tras ganarse el apoyo de los partidos conservadores y silenciar a los opositores, Hitler logró hacerse con poderes dictatoriales. El Tercer Reich estaba en marcha.
Controlar los medios
El 13 de marzo de 1933, Goebbels se puso al frente del Ministerio del Reich para la Ilustración Pública y Propaganda, primer organismo de esta clase creado en Alemania. El objetivo de Goebbels ya no era captar votos para mantener al partido en el poder (no habría más elecciones), sino ganarse el favor de toda la nación, movilizar al pueblo alemán para que se alinease voluntariamente en una misma dirección: la que marcaba el Führer. Para ello, era necesario hacerse con el control de los medios de comunicación y “nazificarlos”.
Goebbels comenzó con los dos más influyentes de la época: la radio y la prensa. Por orden ministerial, todas las emisoras radiofónicas fueron unificadas a través de la Compañía Nacional de Radiodifusión. Para trabajar en ella, había que pertenecer a la Cámara de Radio del Reich, dependiente del ministerio. De esta manera, Goebbels se hizo con el dominio absoluto de la programación de la radio, así como de los empleados, muchos de los cuales –los judíos o los sospechosos de izquierdismo– fueron despedidos.
Una vez purgada y controlada la industria radiofónica, el problema era cómo llegar a todos los alemanes. A pesar de ser el medio de comunicación más popular de la época, no todos podían permitirse un aparato de radio. Para solventar esta situación, el régimen actuó de dos maneras. Por un lado, colocó altavoces en muchos espacios públicos, como fábricas, escuelas o plazas, para que toda la población pudiera escuchar los noticiarios. Por otro, financió la construcción de un receptor económico que fuera accesible a la mayoría de los alemanes.
El Volksempfänger (“receptor del pueblo”) era barato (costaba 76 marcos, lo mismo que un traje) y se podía comprar a plazos. Además, tenía la particularidad de poseer un dial limitado que dificultaba (aunque no impedía, dependía de su ubicación) la sintonización de emisoras extranjeras. En pocos años, la mayoría de los hogares alemanes tuvieron un Volksempfänger por el que escuchar la palabra del Führer.
En cuanto a la prensa, su control fue algo más complicado. En 1933 existían en Alemania más periódicos que en toda Francia, Italia y Gran Bretaña juntas. Goebbels actuó desde tres frentes. Primero, creando la Cámara de Prensa del Reich, a la que debían pertenecer obligatoriamente todos los que quisieran trabajar en la prensa. Segundo, forzando el cierre o adquiriendo, a través de presiones, gran parte de los rotativos independientes. Y tercero, controlando los contenidos por medio de la imposición de códigos de censura y de la adquisición de las dos agencias de prensa más importantes del país.
Al mismo tiempo, se prohibió la importación de prensa extranjera y se aumentó significativamente la tirada de los diarios nazis. El Völkischer Beobachter se convirtió en el primer diario de Alemania, pasando de 120.000 ejemplares en 1932 a más de un millón en 1941. Y el despiadado Der Stürmer, de 65.000 a medio millón. El único que mantuvo cierta independencia ideológica fue el Frankfurter Zeitung, debido a su gran prestigio internacional.
Tanto la radio como la prensa fueron utilizadas por Goebbels para, según sus palabras, “no simplemente informar, sino también instruir”. La programación de la radio combinaba noticiarios y discursos de Hitler (más de cincuenta solo en 1933) con entretenimiento compuesto por programas musicales y culturales. Desde el gobierno se fomentaban los supuestos beneficios anímicos de las escuchas comunitarias, tanto en casa como en los espacios públicos.
Cuando se quería transmitir una noticia importante, sonaba una sirena para avisar a la población de que se reuniera alrededor de los altavoces. Con esta medida, no solo se garantizaba la mayor audiencia posible, sino que se señalaba a quien no se unía a la escucha colectiva.
La nazificación de las artes
El 15 de noviembre de 1933, en una ceremonia presidida por Hitler y acompañada por la música de Wagner, el compositor favorito del canciller, se inauguró la Cámara de Cultura del Reich. Este organismo, dependiente del Ministerio de Propaganda, pretendía centralizar la vida cultural y artística del país para deshacerse del “bolchevismo cultural” que, según el régimen, había infestado Alemania durante la República de Weimar. La cámara estaba compuesta por siete subcámaras.
Además de prensa y radio, figuraban literatura, teatro, música, cine y bellas artes. Su creación supuso un gran logro para Goebbels, ya que le permitió controlar toda la industria cultural alemana y utilizarla con fines propagandísticos. Al mismo tiempo, con este nombramiento pudo arrinconar a Rosenberg, su más directo rival en asuntos culturales, que fue relegado a tareas relacionadas con la educación y la difusión ideológica.
El ejemplo más elocuente de la actitud de los nazis hacia la literatura y la cultura en general fue la quema ceremonial de libros organizada en Berlín y otras 21 ciudades universitarias en la primavera de 1933. Aunque no fue directamente orquestada por Goebbels, sino por la organización de estudiantes nazis, este se apresuró a dar un discurso a la luz de la gran hoguera de la plaza de la Ópera.
Calificó a esos escritores “quemados” –Thomas Mann, Albert Einstein, Bertolt Brecht, Sigmund Freud…– de “espíritu maligno del pasado” y a sus obras, de “bodrios e inmundicias”. Desde el ministerio se confeccionaron listas con autores prohibidos y se apoyó la creación de obras literarias y teatrales que celebraran los valores nazis y estuvieran escritas con un estilo marcadamente popular. Por supuesto, el gran best seller de la época fue Mi lucha, que incluso se regalaba a los recién casados y a los estudiantes cuando se graduaban.
Otros dos grandes eventos propagandísticos fueron los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936, utilizados por el régimen como gran escaparate para mostrar al mundo la grandiosidad del Tercer Reich y la exposición “Entartete Kunst” (“Arte degenerado”). Organizada en Múnich por el Ministerio de Propaganda y auspiciada por el propio Hitler, quien se consideraba un artista y odiaba el arte moderno, la exhibición mostraba 650 obras pertenecientes a movimientos artísticos como el Cubismo, el Dadaísmo, el Surrealismo y, sobre todo, el Expresionismo, de gran desarrollo en Alemania y que Goebbels admiraba en secreto.
Las obras estaban colocadas de forma caótica y mal iluminadas, y la mayoría tenía una etiqueta en la que se podía leer un título que las ridiculizaba y el precio que el anterior gobierno había “derrochado” en ellas. La exposición atrajo a más de dos millones de visitantes, convirtiéndose en el evento propagandístico más popular del régimen.
Al mismo tiempo, y como contrapunto, se inauguró la “Gran exposición de arte alemán”. La muestra, organizada en la Haus der Deutschen Kunst, un recién inaugurado museo de rotundas formas neoclásicas (el estilo favorito de Hitler y con el que pretendía reformar Berlín y convertirla en la “capital del mundo”), mostraba el arte que promocionaba el régimen: realista, monumental y de exaltación patriótica.
Adoctrinar entreteniendo
La música y el cine eran las dos formas artísticas más populares de la Alemania de los años treinta. Goebbels las explotó a conciencia. La música, de rica tradición alemana, fue instrumentalizada de dos maneras. En primer lugar, como envoltorio sonoro para los grandes actos propagandísticos. Las marchas militares y las composiciones de grandes autores como Beethoven, Bruckner o Wagner, este último omnipresente en la escena cultural nazi, fueron utilizadas con astucia para enaltecer a las masas.
En segundo lugar, la música ligera fue promocionada como un entretenimiento reconfortante y evasivo a través de su constante programación en la radio. Las obras de compositores judíos tan populares como Mendelssohn o Mahler fueron prohibidas. La música atonal, juzgada elitista y “judaizante”, también. Y géneros populares como el jazz o el swing, considerados “degenerados”, “negroides” y ajenos a la identidad cultural alemana, perseguidos con insistencia.
El cine también fue promocionado principalmente como un arte de evasión. Goebbels, consciente de que la propaganda era más efectiva cuanto más indirecta, impulsó el rodaje de películas de entretenimiento –musicales, dramas costumbristas, comedias románticas, superproducciones históricas– que transmitieran los valores del nacionalsocialismo, pero sin exponerlos en primer término.
También se promovió la formación de un star system propio, a semejanza del de Hollywood, que ayudara al público a sentirse identificado con los personajes (o a rechazarlos, en el caso de los judíos) y sirviera para atraerlo a las salas de cine. La propaganda más directa se reservó habitualmente para los documentales y los noticiarios, que fueron de exhibición obligatoria en los cines desde 1938.
Como ocurrió en las demás artes, la industria del cine fue “limpiada” de judíos y de opositores al régimen. Fritz Lang, Billy Wilder o Marlene Dietrich fueron algunos de los que emigraron. En 1942, la industria cinematográfica alemana fue completamente nacionalizada.
El mito de Hitler
“Si el Führer lo supiera…”. Esta frase, muy recurrente entre los alemanes cuando querían criticar al régimen, pone de manifiesto cuál fue el gran éxito de la propaganda nazi: la creación del mito de Hitler. Goebbels se afanó en construir una imagen del canciller que no admitiera discusión. La figura del Führer debía ser intachable. Primero, para que sirviera como fuerza integradora del partido y el gobierno, y segundo, para que generara un consenso y un entusiasmo contagiosos entre la población, con vistas a favorecer los objetivos del régimen.
Con el transcurrir de la década de 1930, Hitler fue adquiriendo los rasgos de un ser casi divino: incansable hombre de Estado, afectuoso camarada, líder carismático y “canciller del pueblo”, que comprendía y compartía las preocupaciones de la gente corriente. Un padre para todos los alemanes de “raza germana”, incluidos los que, según enfatizaba la propaganda cada vez con más insistencia, sufrían lejos de Alemania. Su presencia se hizo omnipresente en la vida cotidiana.
Además de aparecer constantemente en los medios de comunicación, su retrato adornaba escuelas, fábricas y edificios públicos, objetos con su imagen –desde bustos a cerillas o cuberterías– decoraban los hogares de muchos alemanes, y el saludo en su honor –“Heil Hitler”– se convirtió en norma. El propósito era crear un culto casi religioso, una fe inquebrantable y legitimadora en el Führer que permitiera al régimen dar el paso hacia su siguiente objetivo: la guerra.