La huida de los romaníes de Ucrania: entre la solidaridad y el racismo
El País.- Cuatro kilómetros separan la ciudad polaca de Korczowa de Ucrania. El cielo plomizo que se cierne sobre el pueblo parece infinito, al igual que la larga carretera, flanqueada por árboles, que conduce a la frontera entre Polonia y Ucrania. Aquí, dos semanas después de que estallase el conflicto, ya se oía con claridad el rugido de las bombas lanzadas por los rusos sobre el centro internacional de formación militar de Yavoriv, a unos 10 kilómetros de la frontera.
El punto de acogida, establecido en un antiguo centro comercial a las afueras de Korczowa, está envuelto en un silencio casi surrealista. Solo se oye el sonido de los pasos de los voluntarios caminando entre la ayuda humanitaria que se va a colocar en los mostradores que rodean el refugio. A la entrada de este edificio usado como dormitorio para centenares de refugiados, alguien fríe patatas en un puesto. Un niño con chaqueta roja coge una ración y, con una débil sonrisa, se aleja entre las docenas de catres alineados en los pasillos en otro tiempo abarrotados de personas que paseaban y miraban escaparates.
“Es muy difícil reunir a estas familias”, explica Ignacy Jozwiak. “Algunas siguen atrapadas en Lviv”, añade Elzbieta Mirga-Wójtowicz. Ambos trabajan en el Centro de Investigación de la Migración, en la Universidad de Varsovia. Una niña juega con su perro en una cama del campamento, mientras otros dos pequeños ayudan a recoger las maletas antes de irse. “Tienen que marcharse de inmediato. Así es mejor”, explican Jozwiak y Mirga-Wöjtowicz. “Estas personas han huido de las bombas y se enfrentan a muchísimos problemas”, señala Monika Szewczyk, otra investigadora del equipo, de etnia romaní, como Mirga-Wójtowicz. “Solo han traído consigo una maleta. Pero también tienen un equipaje lleno de miedos y preocupaciones ante un futuro incierto que nunca creyeron que tendrían que afrontar”, prosigue Szweczyk.
“Las personas gitanas con las que hemos hablado en las fronteras estaban agradecidas con la población y las autoridades polacas por la buena recepción y la atención inicial que les han brindado”, afirman los investigadores. “Estaban contentos de tener un lugar donde quedarse, descansar y comer”. Tras varios días en la frontera, parten por lo general hacia otras ciudades de Polonia o de otros países. “Y ahí es donde han empezado los problemas”, añaden. “A los gitanos los han expulsado de las estaciones de tren, les han negado ayuda, comida, acomodo, y los han trasladado de un sitio a otro. Muchos han regresado a Polonia”.
En la estación de tren de la zona industrial de Przemyśl, cerca del punto de primeros auxilios, Mirga-Wójtowicz y sus compañeros se encontraron a dos mujeres con tres niños. “Ellas estaban exhaustas, y los niños, enfermos. Después de hablar un poco, nos dijeron que se volvían a Ucrania”, continúa la investigadora. “Nos quedamos impactados. ¿Cómo podían regresar en medio de las bombas?”. Pero las mujeres estaban muy decididas. “Habían estado primero en Przemyśl, después en Varsovia, Szczecin, Breslavia y Berlín. No se sintieron bien recibidas en ningún lugar, no tenían comida; así que se volvían a Ucrania central, pese a todos los peligros. A menudo los problemas empiezan, por desgracia, lejos de la frontera polaca”.
Artur, un joven ucranio de etnia romaní que ha conseguido salir con su mujer y cinco niños, está muy preocupado; nunca ha estado en el extranjero, y el hecho de haber dejado a una parte de su familia todavía atascada en la frontera polaca aumenta sus preocupaciones. “Los padres de Artur se quedarán aquí esperando al resto de la familia atrapada en Ucrania”, explica Tomasz Kosiek, otro investigador. “Su hijo más pequeño ni siquiera tiene un año”. El hombre cuenta que su madre le pidió que se fuera a un “lugar seguro” y le pidió que “cuidara de los niños y de su mujer, las cosas más importantes en su vida”.
Las camas empiezan a vaciarse. Una de las niñas que viaja con la familia de Artur le pide a un voluntario que le ayude a sacar una pesada bolsa de la casa. La muchacha para un momento a mirar cuál es la salida más cercana, pero el voluntario, impaciente, arroja la bolsa violentamente al suelo. “La esposa de Artur parece preocupada. Sabe que sus orígenes van a despertar prejuicios”, remacha Tomasz. “Se pregunta en qué condiciones vivirán sus hijos, si tendrán una vivienda. Ha buscado información en internet sobre la asociación alemana que los recibirá, y sobre la ciudad a la que van a llegar”. Tras algunas dificultades logísticas, la familia de Artur y varios de sus parientes suben por fin a los dos autobuses que los trasladarán a Alemania, mientras Kosiek habla con uno de los conductores.
Poco antes de salir, una joven refugiada ucrania sale del vehículo y se queja al conductor de sus compañeros de viaje. No quiere ir con las familias gitanas. Pronto, la protesta es acallada por el conductor, que invita a todos a subir al autocar. Antes de partir, una de las mujeres abraza a Szweczyk. El autobús sale. Otro grupo de personas que se aleja de los bombardeos. “Han arriesgado la vida y confiado en nosotros. Mi corazón se va con ellos”, celebra la investigadora.
En el centro de recepción de Korczowa, aislada de otros refugiados, permanece todavía parte de la familia de Artur. Pero si el resto de los parientes consigue llegar a este pueblo polaco, quizá también ellos puedan partir pronto. “Las personas de etnia gitana halladas entre Korczowa y Przemyśl son, principalmente, mujeres y niños. La ley marcial, como sabemos, obliga en la mayoría de los casos a los hombres a quedarse en Ucrania”, explica Mirga-Wójtowicz.
“En el centro de recepción nos encontramos a Nina, una mujer mayor”, cuenta la investigadora. Esperaba a su hermano, que está en silla de ruedas y atrapado en Ucrania. Los agentes no le permitieron cruzar la frontera porque no tenía documentos, “pero ¿dónde puedes conseguir documentación en tiempos de guerra?”.
El pasado marzo, además de las noticias sangrientas sobre explosiones y ataques aéreos, se vieron algunas sobre incidentes raciales contra africanos y asiáticos que huían de la guerra. Se publicaron también historias trágicas sobre la comunidad gitana, como la de Rubinta, recogida por Movemento Kethane de Italia, una organización romaní italiana. “Rubinta y su familia llevan varios días ocultas sin comida en un sótano de Járkov, una de las ciudades más golpeada por los bombardeos”, explica Dijana Pavlovic, portavoz del movimiento. “Estamos organizando una campaña de recogida de fondos para intentar ayudarlas a ella y a su familia a escapar”. La llegada a Lviv en trenes gratuitos para mujeres y niños “cuesta a cada hombre gitano 200 euros”, informa Rubinta. “Cuando llegaron a su destino, un soldado golpeó a un muchacho de 16 años mientras tomaba una infusión, e impidió que los niños pidieran comida a la Cruz Roja. A los hombres que quisieran cruzar la frontera, les cobraban 1.500 euros”, aseguran desde Kethane.
Durante muchos años se han dado en Ucrania y Polonia sucesos dramáticos contra la comunidad gitana. “En 2018 se produjeron problemas periódicos en territorio ucranio”, señala Mirga-Wójtowicz. “Todo empezó con el asesinato de un niño ucranio de nueve años, del que acusaron a algunos gitanos. Bandas de nazis y gente que tenía vecinos de etnia gitana empezaron a tomarse la ley por su cuenta”. Mataron a un joven de 24 años y “apuñalaron a un activista romaní delante de un supermercado”, añade la experta. “La situación es un poco mejor en Polonia, quizá porque el número de habitantes de etnia gitana es más bajo que en Rumanía, Bulgaria, Eslovaquia y Hungría. Y porque hay activistas y organizaciones que plantan cara a las situaciones difíciles aplicando medidas preventivas”.
El equipo de investigación está también allí por iniciativa del Instituto Europeo de Arte y Cultura Gitana (ERIAC, por sus siglas en inglés). “Nuestra tarea es documentar las experiencias de los refugiados romanís que huyen de Ucrania”, explica Mirga-Wójtowicz, “así como las acciones lideradas por gitanos para ayudar a refugiados de su misma etnia en las fronteras del país”. Los investigadores están creando un archivo que pueda “recopilar testimonios de racismo dirigidos contra los romanís en tiempos de guerra, e historias de solidaridad creadas por toda la comunidad”, recuerda Mirga-Wójtowicz.
De hecho, el objetivo de ERIAC es educar e informar a la población mayoritaria, por medio de las artes, la cultura, la historia y los medios de comunicación, sobre la comunidad gitana, que a menudo es víctima de actos racistas. Aunque en 1971 el Congreso Mundial Romaní/Gitano estableció un himno nacional y una bandera para protegerse, el camino para derrocar los prejuicios y recibir a esta comunidad sin discriminación sigue siendo muy cuesta arriba.