La pandemia desencadena apaleamientos brutales, envenenamientos y una hambruna entre los perros: «La situación es crítica»
Público.- Primero, fueron abatidos a disparos o apaleados atrozmente hasta la muerte en lugares como China. Posteriormente, se incrementaron los abandonos en todo el mundo y ahora, sufren desnutrición en la India o Bangladesh debido a la clausura de mercados populares. En el Líbano, están siendo envenenados.
«La situación se ha vuelto crítica», dice una voluntaria de un refugio de animales de la ciudad ucraniana de Jerson, a unos pocos kilómetros río arriba del Mar Negro. En realidad, la situación era ya lamentable antes de la pandemia, pero ahora lo es mucho más. Y las fotos del albergue no dejan lugar a dudas. En el patio se hacinan docenas de perros de miradas perplejas, arrumbados sobre el suelo, uno contra otro, como en la celda de un presidio. Y aun así, es mejor que la calle porque allí se les quiere y alimenta, pese a la escasez de sus recursos.
Hasta seiscientos animales -noventa de ellos, gatos- dice Ludmila que se han llegado a concentrar durante las últimas semanas en los dos refugios que creó su jefa -Angelina Rybchenko, de 46 años. La voluntaria -sexagenaria y jubilada- se ocupa del menor de ambos albergues, situado bajo un paso ferroviario. La fundadora de la entidad privada prácticamente vive en el que se halla junto al Dnieper, el río de los cosacos. «A menudo duerme dentro de su furgoneta tras pasar veinte horas trabajando con los perros». Cuidarse de los perros en un país donde ni siquiera hay instituciones que se ocupen de los niños o los ancianos no es tarea fácil.
Muchos de ellos sufren enfermedades y el refugio carece de las medicinas necesarias, y más todavía, del dinero preciso para operar a los que necesitan una cirugía. «Tampoco hay recursos para alimentar apropiadamente a los enfermos o a los que acaban de superar una operación», se lamenta Ludmila. Ni siquiera disponen de vacunas, lo que explica la alta mortalidad de los cachorros.
Los animales están infestados de ácaros y debilitados por la demodicosis y la sarna sarcóptica, que se transmiten unos a otros mientras aguardan apretados en los corredores de los refugios a que Ludmila o Angelina les entreguen un plato de comida. No dan abasto. Y lo peor -el verdadero infierno de los perros- se halla en las calles de la ciudad, de todas las ciudades ucranianas donde merodean como proscritos. Antes de la crisis sanitaria, se convenía que en Ucrania existen al menos 50.000 perros callejeros. Claro que esa cifra oficiosa es, a juicio de las protectoras, tres o cuatro veces inferior al número real de canes que se agrupan en manadas dentro de los ecosistemas urbanos. No existen censos rigurosos y los cálculos se basan en meras especulaciones.
Al igual que en España, la crisis del coronavirus produjo inicialmente un pequeño repunte del número de adopciones que las propias protectoras atajaron, conscientes de que los perros estaban siendo utilizados de una forma mezquina para zafarse de la cuarentena. A ese primer momento le siguió después un incremento en los abandonos, motivado, entre otras cosas, por una delirante campaña de desinformación patrocinada por el propio Gobierno de Ucrania.
La Administración de ese país llegó a colgar en ciudades como Kiev grandes carteles donde se pedía a la gente que evitara todo contacto con los animales. Poco ayudaban a que cundiera el sentido común las confusas informaciones procedentes de China acerca de un viejo pomerania supuestamente contagiado por el virus, de acuerdo a un estudio efectuado por «reputadísimos» epidemiólogos. Confundieron su presencia en la cavidad bucal y nasal con la enfermedad y el pánico se extendió pese a los desmentidos posteriores.
El mal estaba hecho y un buen número de medios digitales difundieron los rumores de que los perros, en efecto, transmitían la enfermedad. En algunos lugares como Australia, se registraron casos de dueños de mascotas que acudieron al veterinario para pedir que mataran a su perro. «Si no asesinarían a tu abuela, ¿por qué quieren fulminar al perro?», se quejaba un veterinario en un diario anglosajón.
Varios medios británicos como el Daily Mail o el Mirror divulgaban también desde febrero vídeos de funcionarios chinos asesinando a golpes a animales callejeros, o a grupos de habitantes de Wohan arrastrando cadáveres de perros apaleados, que la prensa internacional recogió junto a los ecos imprecisos de un segundo caso de pastor alemán supuestamente infectado por el virus.
Al final resultó que no se había prohibido en China todavía la comercialización de especies salvajes o menos todavía, el consumo de carne de perros o de gatos, y eran ya salvajemente ajusticiados en un número indeterminado por las turbas y, eventualmente, por policías. Parece, en todo caso, que tanto los agentes como los desaprensivos actuaron por su cuenta.
A una muchacha ucraniana que residía en la zona 0 –Anastasia Zinchenko– le prohibieron las autoridades chinas regresar a su país en compañía de su perro. Incluso Zelenski, presidente de Ucrania, terció personalmente en el asunto. Fue un brindis al sol para los medios de comunicación porque el animal no fue expatriado. Pantomimas de político.
Tan cierto es que las imágenes de las ‘ejecuciones’ horrorizaron a los animalistas más comprometidos, como que estigmatizaron indirectamente a estas especies porque de su caza salvaje se colegía que, en verdad, podían transmitir el virus. Estaban comenzando a arraigarse los miedos que alentaron los linchamientos. Todo el conjunto de informaciones fragmentarias y falsedades divulgadas por los medios había sido más que suficientes para declarar culpable, en ausencia de pruebas, a nuestros animales más emocionalmente cercanos, y más especialmente, en los territorios donde, a diferencia, de España, no servían de salvoconducto para burlar la cuarentena.
En algunos lugares, el terreno para el prejuicio se hallaba ya bien abonado mucho antes de la crisis sanitaria. Y ese era el caso, de hecho, de la propia ciudad ucraniana de Jerson, donde llegó a presentarse una petición formal hace algo más de un año para que se exterminara a todos los perros callejeros, una solución final canina a la medida de lo que tiempo atrás se experimentó en ciudades como El Cairo. La propuesta no llegó nunca a progresar, pero proyectaba de algún modo el estado de opinión de algunos ucranianos.