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Las mujeres que humanizaron la Declaración Universal de Derechos Humanos

Huffingtonpost.es.- En el aniversario de los setenta años de la solemne proclamación de la Declaración Universal de Derechos Humanos, reunida la Asamblea General de las Naciones Unidas en el Palacio de Chaillot de París (10 de diciembre de 1948), es de estricta justicia rendir homenaje a las mujeres que la moldearon, que le confirieron dignidad, igualdad y sentido, puesto que el silenciamiento y la invisibilización de la tarea que llevaron a cabo tanto con respecto a la Declaración como respecto a la Asamblea.

Junto a la recordada —y que dure— Eleanor Roosevelt (escritora y política norteamericana, presidenta de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU de 1947 a 1951), hemos de recordar y valorar el trabajo de mujeres de sitios muy diversos, pioneras de estos derechos en sus respectivos países y a nivel internacional.

Por ejemplo, la brasileña Bertha Lutz (naturalista, zoóloga y pionera del feminismo en Brasil); Minerva Bernardino de la República Dominicana (diplomática y promotora de los derechos de las mujeres); la india Hansa Mehta(política y activista feminista, luchadora por la independencia de su país, formó parte de su Asamblea Constituyente); Begum Shaista Ikramullah (política bengalí paquistaní, diplomática y escritora, primera representante en la Asamblea Constituyente de Pakistán), así como políticas de las ex colonias africanas.

Quizás la presencia no fue muy numerosa pero sí constante y sus frutos perdurables a pesar de que cuando entraban en una sala, los hombres creían que eran mecanógrafas o que iban para servirles el café; no se les ocurría verlas como iguales, como representantes.

Por ejemplo, Ikramullah que, codo con codo con Mehta y Roosevelt, logró que el artículo 16 de la Declaración asegurara la igualdad del matrimonio entre mujeres y hombres. No es raro que fueran mujeres —una de las cuales, india; otra, bengalí— las que pensaran en este «detalle» y lucharan por él. ¿Habrían caído en la cuenta los hombres (a pesar de que también se casan o quizás por ello)? ¿Lo habrían dejado para otro momento?

Ahora bien, donde su oscura tarea pone la piel de gallina y emociona más es en el respeto que tenían por la lengua —esta poderosa herramienta simbólica—, el amor con que la trataron, la importancia que le otorgaron.

Lo dejó bien claro Bernardino. En una ocasión, quien presidía la sesión de la Asamblea General se dirigió a las delegadas como «Estimadas señoras» en vez de como «delegadas». Bernardino pidió la palabra para una moción de procedimiento y le explicó que podía referirse a ellas como «señoras» en caso de ofrecerles una taza de café o té, si las invitaba a desayunar; pero que en aquella sala no eran señoras sino delegadas y así debían ser llamadas.

No es extraño, pues, que fuera la inclusora de la inclusiva y nada trivial doble forma (aún ahora tan mal vistas) «derechos iguales de hombres y mujeres» en el preámbulo de la declaración. Bernardino consideraba que en la redacción anterior la omisión de las mujeres había sido producto de una discriminación intencionada.

La danesa Bodil Begtrup, Mehta y Bernardino lograron reemplazar el artículo 1: «Todos los hombres nacen libres e iguales», por «Todos los seres humanos nacen libres e iguales» y de rebote revisaron toda la Declaración; es decir, impulsaron que fuera inclusiva. No fueron las únicas. Cómplices, siempre actuaron en red. Además de Lutz y Bernardino, la china Wu Yi-Fang y la estadoudinense Virginia Gildersleeve habían firmado tres años antes (1945) en San Francisco la Carta de la Organización (incluía el Estatuto de la Corte Internacional de Justicia). La más que simbólica y relevante lectura de la Carta Abierta a las Mujeres del Mundo de Roosevelt —firmada también por Bernardino, la francesa Marie-Hélène Lefaucheux y catorce delegadas más— tuvo lugar en la primera sesión de la Asamblea, celebrada en Londres en 1946.

Debemos a Roosevelt el precioso y estimulante título de la declaración: «Declaración Universal de Derechos Humanos», que desterró el empobrecedor, triste y raquítico: «Declaración Universal de Derechos del Hombre».

No sé las resistencias que tuvieron que vencer para promover estos cambios. Las puedo imaginar. Seguro que fueron muchas y variadas, tal vez incluso las ridiculizaran o las tildaran de locas. No sé el temple, la determinación y la paciencia que necesitaron; seguro que fueron grandes. Que nadie las insulte pensando que la redacción de la Declaración es cómo es por casualidad. A una escala mucho más modesta, sería como creer que la Escuela de Ingeniería de Barcelona, los Colegios de la Abogacía de Barcelona o Lleida, el Colegio de Abogados y Abogadas de Tortosa, se denominan actualmente de este modo porque sí o por casualidad.

Y lo que son las cosas: es posible que gente que se rasgó las vestiduras cuando se cambiaron estas últimas denominaciones, encuentre lógicas, pertinentes e incluso bellas las dobles formas y genéricos que introdujeron las mujeres en la redacción de la Declaración.

(Que bien nos iría tenerlas o que inspiraran la reforma de la poco inclusiva, renqueante y cochambrosa Constitución española —ni una redactora—; cada vez más restrictiva en manos de quienes —aunque votaron en contra— se han apropiado de ella y más que como guardianes, actúan como sus carceleros. Acaba de cumplir cuarenta años y parece bastante más decrépita que la lozana y tersa Declaración.)

Gracias, gracias, gracias a todas. Por tanto trabajo hecho, y tan bien hecho. Se escandalizarían si vieran las resistencias que aún hay hoy en día para aceptar una expresión tan euforizante como «derechos iguales de hombres y mujeres», o que haya quien piense que «hombres» es una palabra genérica. (Una mala traducción al castellano mantuvo en su título hasta 1952 la palabra «hombre», traicionando su espíritu y letra; la oprobiosa traducción al francés aún hoy la traiciona.)

Gracias, gracias, gracias. Por demostrar que forma y contenido son anverso y reverso. Que la forma es la única posibilidad del contenido. Por tanta valentía, inteligencia y criterio.

Gracias, gracias, gracias. Por mostrar que no sólo las filólogas pueden pensar, escribir y actuar sobre la lengua. Sociólogas, juristas, periodistas…, pueden hacerlo. Basta que —como estas grandes mujeres no «expertas» en lengua (a quienes no deberíamos olvidar)— sean lingüísticamente competentes.

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