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Leones, mosquitos, serpientes y cabezas: lo que viven los niños migrantes al cruzar la selva del Darién

El País.- Un experto en emergencias de Unicef para América Latina y el Caribe cuenta cómo es cruzar un inhóspito sendero que separa Colombia de Panamá, probablemente una de las rutas migratorias más peligrosas que recorre el planeta, a la que muchos acceden, pero de la que no todos salen

En la larga lista de las rutas migratorias que recorren el planeta hay una especialmente subrayada en rojo, la más peligrosa de todas, aquella a la que muchos acceden, pero de la que no todos salen: la travesía por la selva del Darién. Un inhóspito sendero que separa Colombia de Panamá a través de la jungla en el que a las altas temperaturas y a la humedad se suman peligros mortales como ríos con fuertes corrientes, serpientes, jaguares, mosquitos, bandas armadas y delincuentes.

Un cóctel explosivo para un lento caminar de entre siete y 10 días, dependiendo de si es temporada seca o de lluvias. Más de una semana sin agua ni comida ni refugio en mitad de las 575.000 hectáreas de naturaleza virgen conocidas como el tapón del Darién, pues ni tan siquiera la carretera Panamericana que recorre el continente de Alaska a Chile ha sido capaz de hacerse un hueco aquí.

A lo largo del año pasado usaron esta ruta alrededor de 24.000 personas de más de 50 nacionalidades, de los que cerca de un 16% fueron niños, niñas y adolescentes. Una cifra más escalofriante aún si se pone en perspectiva: el número de niños y niñas migrantes atravesando el Darién se multiplicó en 2019 por más de siete comparado con el año anterior. Entre enero y febrero de 2020 la cuenta subió en 3300 personas más; de ellas, 10 niños menores de 9 años viajando sin su familia, según datos del Servicio Nacional de Fronteras de Panamá (Senafront). Las cifras dejan de lado aquellos que no lograron sobrevivir a su tránsito por la peligrosa selva del Darién.

Una torre de Babel

Alexis tiene 15 años y ha atravesado el Darién junto a sus padres, su hermana de 17 años y su hermano de 16. Son haitianos pero viajan hacia Canadá desde Chile, donde vivían y donde Alexis aprendió español. “Había mucho peligro”, dice Alexis al ser preguntado por su paso por la selva. “Había mosquitos y serpientes. Bebíamos del río cuando podíamos porque no teníamos otra opción. No sé si estaba limpio o no. Me dijeron que había personas muertas en el agua”, explica.

Según datos oficiales del Servicio Nacional de Migración de Panamá, el 57% la población migrante en tránsito es, como Alexis, de origen antillano. Salieron de la isla caribeña tras el terremoto de hace una década y, en su mayoría, se instalaron en Chile. Ahora, con la inestabilidad en el país trasandino, han vuelto a hacer las maletas. Estados Unidos o Canadá es el destino deseado por muchos, otros, solamente quieren un lugar donde tener oportunidades.

La otra mitad de la gran torre de Babel en que se ha convertido el Darién tiene raíces en África (22%) y Asia (17%), siendo el 4% restante suramericanos. En Bajo Chiquito, la comunidad indígena emberá supone el primer contacto con algo parecido a la civilización tras días de caminata por la selva, el puesto del Senafront tiene una pizarra donde apunta las diferentes nacionalidades que van apareciendo: Congo, Bangladés, India, Camerún, Nepal, Angola, Pakistán, Burkina Faso, Sri Lanka, Eritrea, Guinea, Ghana, Sierra Leona…

Entre los africanos están Arouna y su hijo Kombo, de 3 años. Tuvieron que huir de Sierra Leona por la violencia, dice Arouna. El padre de Kombo logró establecerse en algún lugar de México y van a su encuentro, pero no tienen noticias de él desde hace tiempo y no saben por dónde empezar a buscar. “Acepto todo, aquí, en México o en Estados Unidos, solo pido un sitio que me proteja a mí y a mi hijo”, asegura a su llegada a esta remota población solo accesible a pie o en bote. Kombo tiene fiebre alta y brazos y piernas acribillados de picotazos de insectos. La dureza del Darién se ceba con los más vulnerables.

Bienvenidos a Bajo Chiquito

Bajo Chiquito es el hogar de aproximadamente 460 indígenas emberá, pero en estos días de inicios del 2020 la población se ha triplicado con aquellos que salen de la selva. Unos llegan y otros se van, pero su número va en aumento en las últimas semanas, probablemente por la coincidencia con la temporada seca. Todos los migrantes que llegan hasta aquí son evacuados por las autoridades panameñas en bote hasta La Peñita, localidad prevista para la recepción de los migrantes.

Agentes del Senafront registran la llegada y hacen una primera observación médica en busca de casos de extremada urgencia, especialmente en niños, niñas y mujeres embarazadas. Hoy no ha habido casos graves entre los que han llegado. Entre 100 y 150 personas embarcan al día, por orden de llegada, en las largas y estrechas pangas indígenas que les llevan río abajo. El resto deben esperar su turno. La carestía de servicios en este lugar obliga a usar la imaginación y a tener paciencia.

Los lugares con sombra se cotizan al alza en Bajo Chiquito. Las ollas para cocinar, también. Todo el poblado tiene un desagradable aroma mezcla de hogueras, excrementos y residuos que esperan a ser incinerados. Como no existen los baños ni las duchas, el río soporta las labores de aseo. También de refresco. El pudor hace tiempo que dio paso al pragmatismo.

Nadie, salvo los locales, parece inmune a las picaduras de insectos, especialmente mosquitos. Los niños se rascan por doquier, muchos tienen heridas abiertas. Los mayores también, pero en su caso son los pies hinchados como globos los que dan mejor cuenta de la dureza de la travesía. “Mete los pies en agua con sal”, recomienda uno de los agentes a un joven haitiano que se acerca a la cabaña de Senafront en busca de ayuda. A ojos extraños pareciera sufrir elefantiasis. “No estaba tan mal… si tú vieras”.

El Comité de Agua de Bajo Chiquito, apoyado por Unicef y Cruz Roja, ahora trata de rehabilitar el sistema de potabilización tomando el preciado fluido del río Tuquesa. Esto permitirá que se puedan preparar sueros y curar las heridas de quienes llegan a esta pequeña comunidad huyendo de la selva.

Los agentes comienzan a llamar uno por uno a aquellos que hoy podrán acceder a una de las pangas para llegar a La Peñita, comunidad ubicada a orillas del río Chucunaque, que ha sido adaptada como Estación de Recepción Migratoria (ERM). Es el momento álgido de la jornada y los migrantes rodean a los agentes para intentar oír su nombre. La barca tampoco es gratuita pese a ser la única manera de salir de Bajo Chiquito. Sobrevivir al Darién y esquivar a los delincuentes es prácticamente imposible. Por lo que casi nadie llega con dinero aquí. Eso aumenta el riesgo. En especial para las niñas.

Bienvenidos a La Peñita

La Peñita es el siguiente poblado en el mapa, más y mejor conectado. Con agua potable, un médico y un espacio seguro con apoyo psicosocial para los niños y niñas. Servicios básicos provistos por Unicef y sus aliados gracias a donaciones, entre otros, de Canadá, Suecia y Estados Unidos.

La policía reparte los chalecos salvavidas. Como el río corre bajo de caudal, lo más seguro es que a mitad de camino tengan que empujar la barca. No siempre es así, en los meses lluviosos, que son la mayoría, el caudal crece casi metro y medio. A Janete y su familia le llevará varias horas en el bote llegar a La Peñita. El viaje será tranquilo aunque toque mojarse los pies. El horizonte de tiendas de campaña que se veía en Bajo Chiquito se reproduce en La Peñita y llena de color su calle principal, la única asfaltada. Cada rincón de esta comunidad está ocupado por una carpa. Por tres dólares la noche es posible montar la tienda bajo un techo privado.

En La Peñita viven 168 personas, en su mayoría indígenas emberá. La población migrante durante el mes de enero de 2020 ha triplicado ese número. El hangar con literas que hace de refugio tiene capacidad solo para 100. El resto se reparte como puede. Hay colchonetas en el suelo. Y, de nuevo, niños. Muchos niños y niñas. El 16% de los migrantes que hicieron esta ruta el año pasado eran niños, según datos oficiales.

La rutina de idas y venidas de migrantes ha transformado también esta comunidad. En unos meses han florecido negocios de comida y ropa. El consumo de alcohol se ha prohibido. Tres intermediarios de empresas de envío de dinero reciben giros para las personas en tránsito a cambio de quedarse con el 15%. Un plato de arroz con pollo cuesta 3,5 dólares. “Los migrantes comen mucho”, asegura la cocinera y dueña de uno de los puestos de comida. “En cuanto sale la paila (olla) de arroz, se acaba de inmediato”. Pero tres dólares puede ser una pequeña fortuna para muchos de los que aquí esperan seguir viaje. Una larga fila de ellos espera bajo el abrasador sol para poder conseguir un puñado de arroz de manos del Senafront.

Lo primero, la salud

Tras su desembarco en La Peñita, los migrantes deben pasar por un proceso de registro biométrico que incluye control de iris y huellas dactilares. Un equipo del Ministerio de Salud pone vacunas a todos los niños y adultos, tras una revisión, remite los casos más urgentes a una carpa donde otro equipo médico realiza consultas gratuitas. En casos de extrema urgencia, los pacientes serán llevados a Metetí, cabecera del municipio de Pinogana, para atenderles.

La doctora explica que, en comparación con diciembre, las condiciones de salud de los niños parecen haber mejorado: hay menos casos de heridas, diarreas, vómitos y fiebres. Se identifica de uno a dos casos de riesgo de desnutrición cada semana. Pero, muchas mujeres embarazadas experimentan dolor y sangrado.

La temporada seca parece haber dado un respiro en cuestiones de salud, aunque hay aumento en los niveles de estrés de los migrantes debido a la incertidumbre reinante en el ambiente. Noticias sobre las caravanas de migrantes centroamericanos y los cierres de fronteras han causado ansiedad.

En la fila de la comida se produce un pequeño conato de pelea. Varios agentes salen con prisa hacia allí portando botes de gas pimienta. No es necesario usarlos. Los ánimos se calman rápido. Pero en lo que va del año ya van dos incidentes graves. En el tumulto me encuentro a Miriam, la prima pequeña de Janete. Tiene seis años y está caminando sola y asustada. Me da la mano instintivamente.

Agua para todos

Víctor Bonilla es el promotor de salud y nutrición de Unicef y de la Cruz Roja. Cada día recorre las tiendas de campaña y hangares en busca de los más pequeños entre los recién llegados. Su misión es de vital importancia. Realiza tallajes a los niños y niñas menores de 5 años para detectar posibles casos de malnutrición. También explica a las madres y a los padres la importancia de la lactancia materna. “El estado de salud de los pequeños que llegan a La Peñita ha ido mejorando”, confirmando lo dicho por la doctora. “Que estemos en época seca es un factor que ayuda. Llegan con menos heridas en la piel pero siguen con diarreas porque beben agua del río, que no está en condiciones”, explica el técnico en salud, que ha tenido que enfrentar varios casos de desnutrición en los últimos meses.

En La Peñita también se han habilitado cuatro puntos de agua potable y segura. Una planta potabilizadora instalada por Unicef genera 30.000 litros por día tomando agua del río Chucunaque. Parece mucho pero no es suficiente. Hay que beber, pero también cocinar y asearse. El incremento de migrantes hace que haya que establecer horarios para abrir los grifos. No obstante, gracias a esta intervención, es la única comunidad de la zona con agua potable.

Bien lo sabe Arnesio Ballester, que ha vivido en La Peñita los últimos 37 años. “Aquí nunca ha habido agua potable hasta ahora”, explica con orgullo. Este “morador”, que se ganaba la vida con la agricultura, fue designado por la comunidad para formarse y poder dar mantenimiento a largo plazo a las nuevas instalaciones. “Ahora los vecinos me dicen que me quede y que aprenda mucho, todo lo que pueda. Es un gran beneficio para la comunidad y estamos todos contentos”, añade.

El maestro de Arsenio es Guillermo Sánchez, el técnico de agua, saneamiento e higiene de Unicef y Cruz Roja. Cada día, ambos se aseguran de que el agua de La Peñita sea de calidad. De que todo funcione. “El grupo de niños y embarazadas son el grupo que principalmente viene con mayor nivel de deshidratación. Tener agua potable aquí es vital para que puedan volver a su mejor estado de salud”, explica Sánchez. “Además, los niños y niñas son especialmente vulnerables por estar en período de desarrollo y no tener todas las defensas. Tener agua limpia los mantiene lejos de bacterias y otros intrusos para su salud”, añade.

 Música en la selvaUn poco más allá, cerca del embarcadero, suena una melodía. Es la conocida banda sonora de Titanic. Tocada de manera muy básica pero armoniosa. John Kely, un joven haitiano de 12 años es el autor de la música. Aprendió “las notas” de la flauta en Chile y, aunque quiere ser doctor, no se ha separado de su instrumento durante todo el viaje. “En la selva no podía tocar porque venían animales”, explica en un descanso. “Aquí vienen pájaros a escucharle”, añade su hermano Nadjie (10) señalando a un grupo de coloridas aves que miran la escena desde un cable.

John junto a su padre, su madre y Nadjie y su otra hermana caminaron por la selva durante 8 días. Como todos a su alrededor, también están comidos por los mosquitos. Nadjie tiene una gran herida en una pierna; aunque no parece grave, no deja de rascarse la todavía endeble costra. Sobrevivirán a los insectos, pero no olvidan que en su trayecto se cruzaron con algo peor: “Vimos huesos y piernas de personas. Los cuerpos estaban tapados, pero se veían las piernas”.

Volver a ser niño

Frente a la escuela que estos días está cerrada por vacaciones, Unicef ha levantado una gran carpa rodeada de un poco de hierba que empieza a naranjear por el intenso sol de la temporada seca. Es un espacio seguro para niños y niñas migrantes y los de la comunidad. Un lugar donde pueden relajarse, conocer a otros niños, jugar… básicamente, ser niños de nuevo. No solo eso, gracias a la alianza establecida con organización The RET Internacional, varios técnicos realizan actividades de apoyo psicosocial a través del juego, dibujos y canciones.

Hay varios juguetes. Los preferidos son dos triciclos de colores. Una decena de niños y niñas, incluido Yen (de 5 años), un pequeño con discapacidad de la comunidad local, forman un círculo en el suelo para ver una película en un ordenador. Hoy, casualidad, toca El rey león.

“Lo dibujan todo, lo bonito y lo feo”. Mónica Arcia, profesional psicosocial del espacio seguro para la niñez, es a diario testigo de cómo dejan plasmados en los dibujos sus experiencias y traumas en la selva. Tiene dos dibujos clavados en su memoria. Uno en el que un niño pintaba cómo el río se llevaba a una familia con un bebé que iba agarrada de la mano. Otro de una niña que, en lugar de pintar, escribió en un idioma desconocido la frase “Tengo un tesoro escondido en el fondo del océano”. “Al lograr traducirlo, comprendimos que había perdido a su madre en el camino”, explica Mónica.

A media tarde aparece el primero de los autobuses que transportarán a los migrantes, como parte del proceso de flujo controlado, hasta la Estación de Recepción Migratoria ubicada en Los Planes de Gualaca (Provincia de Chiriquí), a 70 kilómetros de la frontera con Costa Rica donde esperan su turno para poder avanzar hacia Centro América. El poblado se revoluciona y sale del letargo. La escena es parecida a la ya vivida en Bajo Chiquito. Los migrantes se acercan con la esperanza de escuchar su nombre y el de sus familiares. Hay quien lleva aquí varado casi un mes a la espera de cupo o de dinero para el boleto. La selva ya es un ingrato recuerdo. El viaje continúa rumbo al norte.

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