Los científicos de las SS: el modelo falangista para la ciencia española
Público.- En los años treinta del siglo pasado, el arqueólogo alemán Eugen Fischer dijo haber resuelto el enigma de los guanches: los aborígenes de las Canarias eran un pueblo ario. En similar tesitura, el prehistoriador Hermann Wirth sostuvo que las islas eran los restos de la Atlántida, la patria de los arios.
Atraída por tales afirmaciones, su compatriota la antropóloga Ilse Schwidetzky viajó al archipiélago en 1942 y distinguió dos supuestas razas nativas, una superior de piel blanca, pelo rubio y alta estatura, y otra inferior de origen cromañón. De tal suerte, los guanches, etnia bereber donde las haya, se tornaron una pieza del puzle sobre el origen de la raza nórdica que el nazismo se desvelaba por completar.
Se trataba de una de las líneas de pesquisa trazadas por la Ahnenerbe (que se traduce como herencia ancestral), el instituto creado por Heinrich Himmler, el amo de las Schutzstaffel, más conocidas por las siglas SS. Bajo su dirección, el cuerpo nacido para servir de guardia pretoriana del Fuhrer se transformó en un Estado dentro del Estado. Reserva doctrinaria del régimen, aspiraba a legitimar su credo rascista con los datos científicos que sus investigadores se ocuparían de proporcionar.
Una meta estratégica, señala el periodista Eric Frattini en su libro Los científicos de Hitler, era la reconstrucción de la historia de los arios, la presunta raza superior de la que provenían los germanos. La búsqueda de los orígenes condujo a Fischer y Schwidetzky a las Canarias, llevó al naturalista Ernst Schäfer al Tíbet, y orientó la búsqueda del Santo Grial en la abadía de Montserrat, actuaciones que inspiraron a Steven Spielberg su película En Busca del Arca perdida.
Al estallar la segunda guerra mundial, y tal como estilaba el nazismo, los expertos de la SS se consagraron a saquear los objetos que necesitaban para apuntalar sus bizarras teorías de los museos de los países ocupados. Más letal fue su intervención en los planes de eugenesia saldados con la esterilización o el asesinato de miles de enfermos mentales y víctimas de malformaciones congénitas; así como en los experimentos inhumanos perpetrados en los campos de concentración.
Bien mirado, los hombres de la Ahnenerbe no inventaron nada, simplemente persistían en enfoques obsoletos que habían tenido predicamento en el siglo XIX: la antropología racista del darwinismo social; la tesis filológica de la lengua aria de la cual se derivaban los idiomas europeos; y la frenología, que vinculaba la forma del cráneo a las características individuales y sociales.
Más moderna, aunque no menos infundada, era la eugenesia, la selección artificial de los seres humanos con vistas a su pretendida mejora. Lo realmente novedoso de la «ciencia nazi» era su dependencia total del Estado y de la ideología oficial, al margen del control ejercido por la comunidad científica.
La ‘herencia ancestral’ en España
Frattini dedica un apartado a la influencia de la Ahnenerbe en la España franquista. En 1941, el ministro José Luis Arrese quiso crear un ente similar a cargo de la Falange que controlase la arqueología local. De por dónde iban los tiros nos informa la reinterpretación de la prehistoria hispana hecha por Julio Martínez Santa Olalla, amigo de Himmler y comisario general de Excavaciones, privilegiando el componente celta —supuestamente ario— en detrimento del íbero.
La intentona fracasó, en parte porque la Iglesia se impuso en el terreno institucional (la creación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas por el Opus Dei es un ejemplo), en parte porque Franco se distanció del falangismo, demasiado asociado a la Alemania que iba perdiendo la guerra.
Al término de la contienda, algunos miembros de la Ahnenerbe fueron condenados a muerte; otros recibieron penas de prisión que pronto les fueron reducidas; y un buen número pudo retomar sus actividades académicas. Nada demasiado diferente de lo ocurrido al resto de los jerarcas nazis.
Frattini logra mostrar la dimensión demencial y despiadada del programa pseudo-científico de las SS, aunque deja fuera un asunto menos vistoso pero sin dudas más relevante: la colaboración con el Estado hitleriano de numerosos investigadores que no comulgaban con el nazismo, adscritos a las universidades y a los departamentos de I+D de las grandes empresas.
Philip Ball documentó como estos, por cobardía, por nacionalismo o por una «letal indiferencia», se prestaron a desarrollar armas atómicas, misiles y gases venenosos. En mayor medida que la ‘ciencia nazi’, la ‘ciencia sin conciencia‘ facilitó el esfuerzo bélico del Tercer Reich y sus planes de exterminio.