Niños enfermos por desigualdad

El País.- La posibilidad de afrontar una infancia saludable es muy distinta en determinadas áreas del mundo con respecto a otras. Los problemas a los que se enfrenta un niño en Etiopía, India, o Brasil, por poner algún ejemplo, son muy distintos a los de cualquier país europeo. Así, el estado de salud de los niños y niñas en todo el mundo refleja la desigualdad, la inequidad y las injusticias que afrontamos como sociedad global.

Para ser honestos, debemos aclarar que en las últimas décadas ha habido una drástica reducción de la mortalidad infantil a nivel global, algo que puede ser considerado un éxito. Sin embargo, ese progreso innegable tiene matices relevantes: existen grandes diferencias entre regiones y entre los niveles de industrialización que estas presentan. Hoy, en ciertos países africanos o asiáticos, una niña puede tener hasta 14 veces más probabilidades de morir antes de cumplir los cinco años que si hubiese nacido en España. La justificación de dicha brecha es compleja, aunque podemos citar una serie de causas, muchas de ellas interrelacionadas. La fragilidad de los sistemas de salud, la pobreza, el hambre, las consecuencias del cambio climático, la desigualdad de género, la carencia de servicios básicos de agua o vivienda, las dificultades para acceder a una educación de calidad, o la residencia en zonas de conflicto armado, son solo algunas razones.

Todo eso contribuye a que en muchos países las enfermedades transmisibles sigan predominando y, aunque las no transmisibles se consideran en aumento, se mantenga una situación de alta mortalidad con predominio de causas infecciosas.

Junto con las enfermedades del periodo neonatal, la patología infecciosa sigue siendo una de las principales causas de muerte entre los niños menores de cinco años, especialmente en el África subsahariana y el sudeste asiático. Y enfermedades fácilmente prevenibles o curables, como la neumonía, la diarrea o la malaria, continúan causando estragos. Ante estas circunstancias, un mundo globalizado nos obliga a preocuparnos de los problemas en los países más pobres porque, como nos recuerda la Organización Mundial de la Salud (OMS), “los resultados alcanzados por cada Estado en el fomento y protección de la salud son valiosos para todos”.

Pero si la pandemia ha puesto de relieve la necesidad de encarar un futuro en conjunto, el aumento de la temperatura en nuestro planeta pondrá a prueba todos nuestros recursos y nuestras perspectivas como sociedad global, puesto que afectará a todas las áreas del mismo. Todo esto ocurrirá en un mundo que espera alcanzar los 10.000 millones de habitantes en el año 2060, y donde la mayor parte de su infancia vivirá en las áreas más vulnerables a la emergencia climática. Junto con la pérdida de biodiversidad y la contaminación, esto constituye lo que la ONU ha venido a llamar la “triple crisis planetaria”.

Es importante incidir, además, en que su impacto será particularmente grave y desproporcionado en los niños y niñas que habiten en entornos de recursos limitados: escasez de alimentos y agua potable, desastres naturales, o el cambio en el perfil epidemiológico de ciertas enfermedades infecciosas, como la malaria, son ejemplos ya palpables de sus posibles consecuencias. También las habrá en la salud mental de los pequeños y en la aparición de movimientos migratorios masivos. Esto hará de la atención al menor migrante en particular y a los problemas psicológicos en general, un área fundamental en el futuro a abordar, tanto en los países de origen como en los receptores.

Por otro lado, tampoco se puede olvidar que los niños de poblaciones vulnerables se verán afectados, además, por una serie de desventajas sistémicas como la casta, la clase, el origen étnico, el género y la religión. Entre ellas, la desigualdad de género y el racismo siguen siendo causas de primer orden que contribuyen a la mala salud infantil en todo el mundo.

Todos estos factores en conjunto suponen un recordatorio de las inequidades que afectan a la salud infantil y ante las cuales no podemos permanecer como simples espectadores. Porque la noción de que un niño no debería morir por una complicación obstétrica, ver su calidad de vida afectada por una infección prevenible, o poner su vida en riesgo por la carencia de recursos médicos básicos es compartida entre culturas y sociedades. Como pediatras en particular y como sociedad en general, tenemos un compromiso ético con dicha visión.

Nuestra respuesta debe pasar por la promoción de la salud, una asistencia clínica de calidad y universal, la inversión en innovación y tecnología y el fomento de una investigación rigurosa, pero también por la lucha activa por sus derechos. Para hacer frente a esos retos, la salud global requiere, pues, de un enfoque biosocial que entienda que la enfermedad no solo es la traducción de fenómenos biológicos y clínicos, sino también de determinantes de tipo económico, social, político, histórico y cultural. De esa interacción surge el sufrimiento de muchos niños y niñas, que deberían ser el principal foco de la salud global y situarse en el centro de sus esfuerzos. Nuestro objetivo es intentar asegurarles un futuro de esperanzas, aceptando este desafío a partir de valores como la igualdad, la justicia o la equidad.

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