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Por qué sabemos quién era la pareja de Antonio Machado pero no la de Gloria Fuertes

Público.es.- La homosexualidad de muchas personalidades ha sido ocultada por la historia, pero sus parejas también han permanecido en el olvido, una invisibilidad que ha afectado sobre todo a las mujeres.

Todo Machado tiene su Leonor, pero muchas parejas de personalidades gais nunca llegaron a figurar en sus biografías por culpa de un amor prohibido. Todavía hoy puede leerse, en una escueta ficha de un libro de Lengua y Literatura de 4º de ESO, que la obra del poeta Luis Cernuda «refleja el choque entre la realidad y el deseo». Ni rastro de que ese deseo era hacia un hombre, una omisión aún mayor en el caso de las mujeres.

Pese a permanecer a la sombra de sus amantes, si eran heterosexuales al menos cabía la posibilidad de que existiesen sobre el papel. Pongamos por caso a la lingüista y traductora Zenobia Camprubí, esposa de Juan Ramón Jiménez. Sin embargo, ¿quién fue la pareja de Gloria Fuertes?

Fumadora empedernida, de la poeta conocemos su voz ronca y encorbatada, su espíritu castizo y motero, y hasta sus contundentes desayunos en la Taberna de Antonio Sánchez, la más antigua de Madrid, donde Curro Cíes le servía en su Lavapiés de nacimiento «una botella de tres cuartos de vino blanco, una barrita de pan seco y una copita de anís».

Pese a que no ocultó sus relaciones entre los suyos, hay que ir más allá de los textos escolares para conocer sus interioridades humanas, que pasaron más desapercibidas que sus rimas y cuentos infantiles. Aunque limitar su obra a este género también supone una simplificación de la autora, quien voló mucho más alto que Un globo, dos globos, tres globos.

Gloria Fuertes, una escritora hecha a sí misma, dejó alguna sutil pincelada lésbica en sus poemas, mientras que intensa fue la huella que estampó en ella Phyllis Turnbull, profesora a la que conoció en el Instituto Internacional. Como tantas otras, eran calificadas por la sociedad —y a veces por las propias amantes y sus familias— como «amigas», un eufemismo que se retrotrae al principio de los tiempos.

«La invisibilización es uno de los instrumentos para mantener las desigualdades. Se invisibiliza la disidencia y, así, lo que no se nombra no existe», explica José Ignacio Pichardo, antropólogo especializado en diversidad sexual y el colectivo LGTBIQA+. «Eso ha ocurrido históricamente, sobre todo entre las mujeres y en periodos como el franquismo, cuando incluso la palabra lesbiana era desconocida».

El profesor de la asignatura Antropología del género en la Universidad Complutense de Madrid recuerda que mantener relaciones con una persona del mismo sexo «suponía una persecución, el ostracismo o la cárcel», suerte que corrió Oscar Wilde. Mejor que la de Federico García Lorca, fusilado en agosto de 1936, un mes después del golpe de Estado que provocó la guerra civil. «Cuando visibilizaron su amor, sufrieron sus consecuencias. Por eso, para sobrevivir, muchas mujeres optaron por vivir como amigas, aunque el precio que pagaron fue el de ser invisibles».

Pichardo subraya que, pese a que su orientación sexual fuese «abierta», ha sido la propia historia la que «censuró» las relaciones homosexuales. «Hasta en los casos que eran visibles, se les ha invisibilizado desde fuera», añade el profesor de la asignatura Construcción cultural de las diversidades sexogenéricas y familiares en el Máster en Estudios LGBTIQ+ de la Complutense.

«Gracias a internet, están saliendo a la luz relaciones que se ocultaban bajo una amistad, pero cuando lees las cartas que se enviaban los y las amantes queda patente que iban mucho más allá, adentrándose en los terrenos afectivo y sexual», añade el antropólogo, quien destaca que son conocidas cuando hay documentos que lo prueban, pues en muchas ocasiones no ha quedado constancia de esos amores.

Podríamos retrotraernos hasta la Antigüedad clásica, de Sócrates a Platón, cuando los maestros enseñaban a sus alumnos algo más que Filosofía. O al ardor bélico de Alejandro Magno, empeñado en hacer el amor y también la guerra con el general Hefestión, quien terminaría siendo su cuñado.

«Antínoo fue el favorito del emperador romano Adriano y Nerón contrajo matrimonio con un hombre, pero como apenas hay crónicas muchas relaciones están basadas en rumores. Así, conocemos la sexualidad de Julio César, aunque no con quién la ejercía», matiza Ramón Martínez Rodríguez, filólogo y experto en literatura homosexual española.

El ensayista se propuso desempolvar esos afectos ocultos en su libro Maricones de antaño (Egales), donde responde a la pregunta de por qué la orientación sexual de los gais, lesbianas, bisexuales y trans no consta en la historia oficial, mientras que sus parejas se difuminan o volatizan. Así, volviendo a Machado y a Leonor, Martínez cuestiona que se estudien los nombres de las mujeres de Lope de Vega, por poner otro ejemplo, pero no los romances de Lorca.

«El libro de segundo de Bachillerato solo hace referencia a que Lorca y Cernuda eran homosexuales, si bien no profundizan en ese aspecto y lo citan como una anécdota, cuando sí lo hacen con autores heterosexuales», critica el filólogo. A veces su orientación se oculta con eufemismos —»amor imposible»— y otras «se menciona de pasada», como si no tuviese trascendencia en su obra, cuando según él «da sentido a la producción del literato, por lo que habría que incorporarlo en los textos».

Así, alude a la presencia de la homosexualidad en la obra de Lorca y a la «frustración» que le provocaba la unión sentimental entre hombres. «Exceptuando su enamoramiento hacia Dalí, que podría haber llevado al poeta a acostarse con la pintora Margarita Manso con la condición de que el pintor los pudiese observar, no se conocen los amores felices del granadino», enfatiza Martínez, quien cree que mostrar a los alumnos únicamente una «pareja desgraciada» es negativo, pues se les transmite que las relaciones gais no deben ser mencionadas «por turbias, tristes o descorazonadoras».

En cambio, en la vida de Lorca hubo muchos más hombres. El ingeniero Rafael Rodríguez Rapún o el periodista y crítico de arte Juan Ramírez de Lucas, ambos amantes del poeta, pudieron inspirar Sonetos del amor oscuro. También se le vinculó con Serafín Ferro, un joven gallego que trajo por el camino de la amargura a Cernuda y cuya nómina de affaires es tan extensa que incluiría al escritor y periodista Eduardo Blanco Amor.

Pese a que evitó que su familia lo supiese, Vicente Aleixandre mantuvo una relación con el abogado Andrés Acero y con el decorador cinematográfico José Manuel García Briz, aunque durante el franquismo se veía en Velintonia con Carlos Bousoño, como refleja la biografía La memoria de un hombre está en sus besos, de Emilio Calderón, quien difundió las cartas de amor del Premio Nobel.

En el caso de las mujeres, la invisibilidad afecta no solo a las amantes, sino también a las propias autoras. Si bien ha habido avances en los últimos años, Ramón Martínez critica que en los libros escolares apenas figuren escritoras, caso de Emilia Pardo Bazán o Rosalía de Castro, y que no se mencione que algunas eran lesbianas. «Lo de conocer a sus parejas ya es un imposible», se lamenta el filólogo, quien recuerda que la «amistad» sigue siendo en ocasiones la única forma de nombrar un sentimiento que iba más allá del afecto.

En este sentido, resulta interesante la labor de Cristina Domenech, profesora de Estudios Ingleses en la Universidad de Málaga, quien ha recopilado en los libros Señoras ilustres (Plan B) o Señoras que se empotraron hace mucho las relaciones lésbicas que la historia hizo pasar por amistades. En sus páginas nos encontramos desde la terrateniente y diarista Anne Lister hasta la poeta Emily Dickinson, aunque llama la atención el idilio de Janes Pirie y Marianne Woods, directoras de un internado en la época victoriana, quienes airearon abiertamente su relación en un juicio tras ser acusadas de practicar sexo.

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