Regresar al callejón de la infancia
El País.- Hay libros que desde la primera línea hacen historia. ‘Pequeño país’, de Gäel Faye, desvela un drama difícil de olvidar en Burundi y Ruanda: el exterminio tutsi a manos de los hutus
Las historias de infancia atrapan porque nos devuelven ese tiempo en que éramos inocentes, alegres; en que nos sentíamos o creíamos protegidos, queridos; en que suponíamos que el mundo era perfecto, luminoso, redondo… Hecho solo para nosotros. Un pasado que tendemos a considerar mejor que cualquier presente… porque está definitivamente perdido. A veces se esfuma con suavidad. Otras, de forma abrupta y dolorosa. La niñez de Gäel Faye (Bujumbura, Burundi, 1982), escritor y rapero, se cortó en seco a los diez años de edad. Cuando ante sus ojos se desplegó un conflicto sangriento entre dos etnias, en una guerra que duraría 15 años; con esa violencia creciente que obliga a tomar partido y atrapa a los seres queridos; con ese odio que va fructificando día a día hasta lograr convertir en cotidianos el ruido de las balas y de la muerte misma.
Érase una vez Burundi. Érase una vez Ruanda. Érase a principios de los años noventa en la región de los Grandes Lagos, cuando ya el aire olía a pólvora y los extremistas hutus de este último país andaban rumiando la gran fiesta genocida, la ejecución de uno de los grandes exterminios de la historia africana y mundial reciente que eliminaría a 75% de la población tutsi (800.000 personas) entre abril y julio de 1994.
Dos Estados mezclados en la familia protagonista de este libro que ha sido gran éxito editorial: él, francés; ella, ruandesa, ya entonces exiliada al otro lado de una frontera frágil. Y un hijo, Gaby, ni tutsi, ni hutu; con y sin patria; entre la infancia y la adolescencia; aventurero, poeta, observador silencioso. “¿De dónde eres?… Mi piel de color caramelo hace que suela verme forzado a mostrar mi buena voluntad hablando de mi pedigrí. ‘Soy un ser humano”, cuenta el escritor a modo introductorio haciendo de su origen y su pasado un salpimentado de realidad y ficción, de su vida actual y de la otra en aquel callejón de la infancia que fue su cobijo y su tormento.
«Si se es de un país, si se ha nacido allí, si se es como quien dice nativo-natural, uno lo lleva en los ojos, en la piel, en las manos, con la cabellera de sus árboles, la carne de su tierra, los huesos de sus piedras, la sangre de sus ríos, su sabor, sus hombres y mujeres…”. Las imágenes de este poema que le regaló un día una de sus vecinas muestran bien ese pequeño país, Burundi, que le dejó una marca imborrable, la carga del Estado o patria en la que habitas.
Una carga que el autor transportó consigo hasta el obligado exilio hacia Francia (también su país por parte de padre; la colonia para muchos de sus amigos africanos). Y desde esa distancia europea regresa un día, ya adulto, para recuperar los acontecimientos, los personajes y el paisaje de Kinanira, su barrio; de su ciudad, Bujumbura; de un continente vibrante y luminoso. Y los retazos de la historia dramática de aquel periodo. Cual pesado fardo, lo va descargando todo en manos del lector, con lirismo y melancolía: nos introduce en los secretos y crisis de su padres, las vidas y confesiones de sus amigos, sus juegos e inquietudes, las penalidades de sus parientes refugiados, las hazañas de las bandas callejeras y luego asesinas, la coyuntura política, la madre enloquecida por el dolor y perdida, la familia asesinada, los vecinos y criados tan queridos y luego desaparecidos, los cadáveres esparcidos por cualquier parte… Hasta sus caballos vagan sin rumbo entre el caos y la sangre. Esos que un día fueron para él símbolo de felicidad, de normalidad y que ni siquiera al galope lograron escapar de tanto odio. Gäel Faye sí. Y ha vuelto para contarlo.
Un cuarto de siglo ha pasado ya de todo aquello. Apenas un cuarto de siglo.