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Sefarad es ya el hogar de 45.000 judíos

El Correo.- La Ley de Libertad Religiosa y la que abre la puerta a nacionalizar a quien acredite sus raíces insuflan aire a una veintena de comunidades hebreas en toda España. La batalla contra los prejuicios continúa, «aunque se nos trata mejor que en Inglaterra o Francia»

Son ya 45.000 judíos los que han vuelto al país del que fueron expulsados sus antepasados hace ya cinco siglos, mezclados en ese carrusel de credos que alumbró la Ley Orgánica de Libertad Religiosa de 1980 y a la que luego se ha sumado otra que abre la puerta a obtener la nacionalidad a cualquiera que demuestre sus orígenes sefardíes. Cien mil peticiones se han registrado en los últimos nueve años, de las que se han analizado dos tercera partes y se han concedido en torno a 15.000. No todos eligen vivir aquí. Con excepción de los judíos venezolanos, la mayoría cumplieron los trámites sin otro propósito que el sentimental, una manera de recuperar lazos que daban por perdidos.

El resto son un reflejo de la sociedad a la que pertenecen. Profesionales liberales, artesanos, maestros, funcionarios. Y sí, también parados, pese a ese aura de poder y enriquecimiento que les persigue. Más aún en plena pandemia, con las sinagogas cerradas a cal y canto y los donativos que financian becas y sacan de algún que otro aprieto, por los suelos. Isaac Benzaquén, presidente desde el año pasado de la Federación de Comunidades Judías de España (FCJE), es uno de ellos, de ese pueblo elegido cargado de preceptos y acostumbrado a librar singular batalla por preservar su identidad y sortear los prejuicios.

No se imaginen a un ‘jaredim’: levita y sombrero negros, barba ingobernable, tirabuzones. No. Como la inmensa mayoría de sus hermanos de origen sefardí, este hombre nacido en Melilla y trasplantado a Málaga, pasa por un ciudadano cualquiera. Uno que, subraya, se ha sentido siempre «seguro, libre y respetado, por quienes me rodean y también por las instituciones. La verdad es que quien se ha acercado a mí lo ha hecho siempre guiado más por la curiosidad que por el rechazo». Quizá sea por eso, por la necesidad de trabajar la tolerancia, que concede tanta importancia a la educación. Y más en un país que ha olvidado la aportación cultural de los judíos -quién es capaz de situar a Maimónides, a Ibn Gabirol, a Abraham Abulafia-, que llegaron a sumar 600.000 almas. Uno de cada diez habitantes de la España medieval.

Hermetismo

No es el único en hacer ese diagnóstico. Si se le pregunta a Jacobo Israel, 78 años, si es difícil ser judío en España, contestará que «menos que en Inglaterra o Francia» y que aquí su presencia provoca «sobre todo indiferencia». A lo que siempre se enfrentan, dice, es a los prejuicios «y, en el caso de la izquierda radical, a una discriminación disfrazada de antisionismo». El nunca tuvo dificultades para su realización personal -llegó a ser director general de la empresa donde trabajaba-, así que cuando éstas llegaron las recibió como un mazazo. «Iba a dar una charla en la Complutense y me recibieron con carteles donde me tachaban de ‘conocido usurero’. A mí, que soy ingeniero», recuerda indignado.

El retorno de los judíos no es flor de un día, lleva produciéndose desde que se abolió la Inquisición en 1834. La reina Isabel necesitaba créditos para hacer frente a los absolutistas y los encontró en la banca Rothschild, artífice también de las primeras líneas férreas. Poco después llegaría la libertad de culto y el derecho a abrir sinagogas, aunque la experiencia aconsejaba cautela y bastaba con que en una habitación se reunieran diez varones para celebrar oficios (la mujer no está obligada a rezar en público, aunque nada se lo impide), una costumbre que no ha cambiado. En 1956, coincidiendo con el término del Protectorado marroquí, llega el grueso de la población judía procedente de Tánger, de Larache, de Tetuán. También con las dictaduras militares en Sudamérica. La Ley de Libertad Religiosa, en plena Transición, y la aprobada en 2012 para propiciar la nacionalidad de los descendientes de sefardíes, completan el cuadro.

Sus herederos conforman hoy un abigarrado mosaico, confrontado a la necesidad de «romper su hermetismo», reconoce Benzaquén, una actitud derivada de la prevención de un entorno hostil y del miedo a perder sus tradiciones.

Moshé Bendahán, al frente del Consejo Rabínico de España, sabe mucho de tradiciones y preceptos, que son el armazón sobre el que se levanta el sentimiento de pertenencia a este pueblo. No resulta fácil para alguien que lo observa desde fuera e incluso entre ellos lo aplican en distintos grados, según su devoción. «Nada más abrir los ojos, la oración para agradecer a Dios por un día más de vida, un regalo que a menudo damos por hecho». Es la primera de una larga lista que concluye al acostarnos, cuando se pide perdón por todo lo negativo en lo que hayamos podido incurrir.

Pero si algo destaca en el imaginario colectivo es el ‘cashrut’, las leyes alimenticias, algo así como una «dieta del alma», ilustra Bendahán, que hunde sus raíces en el Levítico y distingue entre animales puros e impuros. No es una práctica exclusiva de los hogares. En Ilan’s Kosher Burger Bar, a 50 metros de Las Ramblas, la fe entra por el estómago. Humus, shawarma de pollo marinado, berenjenas ahumadas con salsa tahini… Pescado, siempre que sea con aletas y escamas (el marisco está prohibido). Y carne, como no podía ser de otra forma. ¿O sí? Porque la que aquí sirven ha sido sacrificada por el rito kosher, «con un tajo en el cuello para que el animal sufra lo menos posible y se desangre hasta perder el sentido», explica Rony Tetroashvilii, el propietario. Lavada para evitar la sangre, retirada la grasa… Nada llegará a la mesa sin que lo certifique Haim, el ‘mashgiach’ que envía el rabino para certificar que todo es conforme a la ley judía. No es fácil acceder a estos productos. En Barcelona apenas hay dos distribuidores y sólo uno sacrifica en Cataluña.

Un esfuerzo añadido

Pero las restricciones van más allá, recuerda Bendahán. Afectan a festividades como el Año Nuevo judío, la Fiesta del Perdón, la Pascua que conmemora la huida de Egipto o el Yom Kipur. No hay problema si uno es su propio jefe, de lo contrario no queda otra que ir laminando los 30 días de vacaciones que hay por convenio. Y, por supuesto, el sabbat, que arranca el viernes con la puesta de sol y dura hasta el día siguiente «cuando salen las tres primeras estrellas». Tiempo de descanso, de meditación y lectura. También de sexo «por ser el día de mayor dimensión espiritual», desliza el rabino.

¿Y la mujer? ¿Les ocurre lo que a la protagonista de ‘Unorthodox’, la serie de Netflix que retrata la pesadilla de una joven esposa asfixiada por las tradiciones? «La interpretación que hacen los ultraortodoxos no está contenida en la ley judía, que ni establece con quién deben casarse, ni les obliga a raparse el pelo o a encerrarse en casa. La mujer está insertada en el mundo laboral, hace el servicio militar, accede al mundo académico».

Que se lo pregunten a Luna Alfón, directora del colegio Ibn Gabirol de Madrid, el único del país que ofrece todos los ciclos educativos a chicos y chicas judíos, y que es concertado hasta Bachillerato. 330 alumnos que cumplen la normativa curricular, incluidas las dos horas de Religión, en su caso consagradas al estudio de la Torá. Pero no basta. Hay clases complementarias, de hebreo moderno, por ejemplo. O de festividades y costumbres. De preparación al Bar Mitzvah, una suerte de catequesis para entrar en la edad adulta. Campamentos de verano, Sunday Schools… «Ser judío supone un esfuerzo añadido, no hay duda, pero eres más consciente de tu identidad y eso sitúa todo en su justa perspectiva».

Para Luna, que se sepa tan poco de Maimónides dice mucho de nosotros como país. «No puedes valorar una pérdida si no sabes lo que tenías antes. A menudo me preguntan si he encontrado antisemitismo, pero yo contesto que lo que más he visto es desconocimiento».

 

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