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Separar a niños y niñas en el colegio: la receta feminista islandesa para la igualdad

El País.- Una red de colegios empodera a los pequeños con habilidades sin estereotipos de género

Las niñas están sentadas en el suelo, junto a la pared. Una de ellas corre hacia la profesora, salta a una silla y de ahí se cuelga de una viga, como un monito. “¡Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez!”, gritan. La cría, radiante, se deja bajar, entre aplausos. Salvo una, que se acurruca en el rincón, todas las chiquitinas suben. Algunas como flechas, otras tímidas o no muy convencidas. Pero, en medio de la aclamación, bajan transfiguradas por su hazaña.

La escena ilustra el modelo educativo del jardín de infancia Laufásborg, en el centro de Reikiavik. Niñas de cuatro años eufóricas, animándose entre ellas, hacen gala de su resistencia física sin ningún niño a la vista. Margrét Pála Ólafsdóttir, convencida feminista y creadora de esta y otras 16 escuelas infantiles y de primaria en Islandia, dirá después frente a un té: “Ellas son más rápidas y capaces aprendiendo, pero no creen en sí mismas, en que sean fuertes y puedan alzar sus voces. Nosotros las empoderamos”.

El sistema Hjalli incluye un currículo de género en el que la mayoría del día niños y niñas están separados y que trabaja en enfrentar las debilidades de cada sexo, compensándolas. “A los chicos les enseñamos a comunicarse, a que hablen sobre sus sentimientos y a que se hagan cargo los unos de los otros”. Los niños de Hjalli se lavan los pies o se peinan entre si. Cuando abandonen la escuela serán feministas en el país más igualitario del mundo, coronado por el Foro Económico Mundial durante nueve años.

También se entrena la colaboración frente a la competencia y las habilidades sociales. “Mi frase favorita es que uno más uno no es igual a dos”, ha dicho la fundadora. Quizá por ello, aquí no existe el acoso escolar. “Ni chicos ni chicas son bullies”, dice la fundadora, “una investigación en Reikiavik con niños de nueve años encontró bullying en todas las escuelas salvo en la nuestra”.

Hólmfrídur Vilhjálmsdóttir sube las escaleras que conducen al primer piso y señala un gran grabado con todos los pájaros de Islandia colgado a pocos palmos del suelo. “Todo está hecho a la medida de los niños”, dice. Ha sido maestra durante cinco años. “Primero supliqué que admitieran a mi hijo, que no quería ir a su guardería. El niño cambió como de la noche al día. Luego me quedé a trabajar”. En un cartel se ve el horario. Cuando los críos llegan, desayunan y deciden lo que van a hacer. Se ejercita la toma de decisiones y la democracia a lo largo del día. Y también la diversión.

Siempre hay un puñado de críos con pinta de pasárselo en grande al abrir cualquier puerta del caserón de dos plantas. Unos niños surfean a grito pelado en unas colchonetas amarillas en equilibrio inestable sobre piezas más pequeñas; las niñas, menos ruidosas, dan volteretas sin descanso.

Thomas y Christian guardan silencio. Vencen la cabeza frente a un tablero de ajedrez. Irán al campeonato de Europa, en Rumania. El año pasado dos niñas acudieron a la competición mundial. Un maestro ajedrecista les entrena desde los tres años: “Es muy bueno para la toma de decisiones y la autoestima”. En un rincón, una profesora en cuclillas enseña inglés a base de gesticular con los chicos. Abajo, los que apenas cumplen dos años, la cara manchada de tierra, entierran las manos en el jardín.

Una maestra hace sonar una campanilla. Los niños abandonan cajones de madera, aparcan dibujos y se bajan de las colchonetas. “No hay juguetes convencionales sino piezas polivalentes que pueden usarse de muchas maneras, para estimular su imaginación y creatividad”, dice la exmaestra. En Hjalli tampoco hay libros. Todo se fabrica, incluidas prendas con máquinas de coser adaptadas, para recalcar que no hay que comprarlo todo.

Thomas y Christian guardan silencio. Vencen la cabeza frente a un tablero de ajedrez. Irán al campeonato de Europa, en Rumania. El año pasado dos niñas acudieron a la competición mundial. Un maestro ajedrecista les entrena desde los tres años: “Es muy bueno para la toma de decisiones y la autoestima”. En un rincón, una profesora en cuclillas enseña inglés a base de gesticular con los chicos. Abajo, los que apenas cumplen dos años, la cara manchada de tierra, entierran las manos en el jardín.

Una maestra hace sonar una campanilla. Los niños abandonan cajones de madera, aparcan dibujos y se bajan de las colchonetas. “No hay juguetes convencionales sino piezas polivalentes que pueden usarse de muchas maneras, para estimular su imaginación y creatividad”, dice la exmaestra. En Hjalli tampoco hay libros. Todo se fabrica, incluidas prendas con máquinas de coser adaptadas, para recalcar que no hay que comprarlo todo.

¿SEPARADOS? PARA SER AMIGOS Y FEMINISTAS

Educar separados a niños y niñas no muestra ventajas, según una extensa revisión de 2014 que analizó 184 estudios con más de un millón y medio de escolares en 21 países. Pero las guarderías Hjalli se distinguen por su currículo de género. Sus exalumnos mostraron una visión superior en igualdad en una investigación de la Universidad de Reikiavik encargada por la fundadora, Margrét Pála. Y también mejores resultados en islandés, matemáticas, inglés y danés en el instituto, según la organización. Mostraban mayor capacidad manual y los varones más confianza en sus habilidades. “Nuestras chicas suelen hacer grupos de amigos mixtos, en otros centros solo tienen amigas”, asegura la fundadora. Y tienen más fe en sí mismas: “Se me acercó una periodista joven que iba a entrevistar a la primera ministra, ante el asombro de sus amigos. ‘Lo he conseguido gracias a usted’, me dijo”.

Pála había sido maestra en un sistema en que las niñas, más aventajadas, obtenían menos atención que los niños “porque ellos iban por detrás”, dice. Tomó el mando de una guardería y se decidió a probarlo todo, incluida la segregación por sexos. Al principio, su modelo fue muy controvertido, pero 30 años después, ha obtenido la mayor distinción del país por su innovación educativa. El 8% de los niños islandeses de entre 18 meses y nueve años (alrededor de 1.000) acuden a alguno de los centros, la mayoría concertados con los ayuntamientos.

Niños y niñas se juntan en una sala con grandes ventanales donde han surgido otros mundos. Una cría camina por una especie de puente que ha construido con grandes cajones de madera. Un niño y una niña están en su casa, hecha con dos sillas.

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