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Ser gay en Polonia: olvídese del arcoíris, aquí todo es blanco y negro

El Confidencial.- Los jóvenes polacos tratan de vivir ajenos al discurso anti-LGTB de sus gobernantes y a las dificultades para abrirse con su familia y amigos en un país muy conservador

Cualquier noche de fin de semana, el bar Lindo es una fiesta. Aunque este bar en el centro de Cracovia es considerado uno de los locales de ambiente LGBT más populares de la ciudad, en su barra color arcoíris coincide todo tipo de clientela. La música y las luces inundan el aire de alegría, los problemas parecen haberse quedado en la puerta y la imagen podría servir para ilustrar el famoso dicho de «haz el amor y no la guerra». Sin embargo, para muchas de las personas que hay aquí, este colorido establecimiento es el campo de batalla clave en la guerra cultural que azota Europa.

Eso es lo que dice Maciej, un joven polaco que viene a este bar todos los fines de semana que puede, «escapando» de su pueblo, a unos 25 kilómetros de Cracovia. Maciej trabaja durante toda la semana en la granja de sus padres y trata de que su homosexualidad pase desapercibida para su familia y vecinos —»durante años ni siquiera existía para mí mismo, porque estuve hecho un lío y dudaba de mis sentimientos»—. Pero, al llegar el viernes por la noche, cuando su familia está viendo el informativo de las 9:30 «como zombis», él se va a la ciudad para encontrarse con sus amigos y consigo mismo.

«Si miras a tu alrededor», asegura, señalando con un ademán, «aquí hay mucha gente con una vida parecida a la mía». Se refiere a personas gais que, como él, llevan una doble vida y ocultan, por miedo o por vergüenza, su verdadera identidad.

«En mi caso, el problema es mi familia. Durante algún tiempo, venía a Cracovia a intentar conocer turistas extranjeros. A veces la curiosidad era mutua y teníamos algo, pero eran relaciones sin futuro y al final me sentía como si viviese en un mundo clandestino, sucio, en peligro». Ahora, Maciej ha encontrado la estabilidad con un chico —cuyo nombre no revelará— que, asegura, le ha abierto los ojos. «Tiene un gran empleo, trabaja en una empresa de búsquedas por internet. Pero fui yo quien lo encontró a él», bromea. «Él no se siente incómodo en su trabajo, dice que sus compañeros lo aprecian como persona y no se meten en su vida privada. Me da envidia. Está intentando convencerme de que salga del armario, pero no sé, creo que si lo hiciera rompería con mi familia para siempre. No estoy preparado».

Mientras la comunidad LGTB vive marginada en su propio país, Polonia se ha convertido en un paria internacional por sus políticas homófobas. La Comisión Europea ya ha emprendido acciones legales contra Varsovia por no actuar contra las llamadas «zonas libres de LGTB». Ciudades como Krasnik, que adoptaron resoluciones contra la «ideología homosexual» e incluso colocaron carteles en los límites del municipio exhibiendo esa frase.

Palabras con consecuencias

El escándalo que se desató tuvo consecuencias insospechadas. El año pasado, la ministra noruega de Asuntos Exteriores, Ine Eriksen, anunció que su gobierno dejaría de mandar ayudas económicas a los ayuntamientos polacos defensores de las zonas «libres de LGTB». Para Krasnik, una ciudad de 35.000 habitantes, eso significaba quedarse sin los casi ocho millones de euros que recibe cada año de Oslo. En total, el Estado noruego concede más de 400 millones de euros cada año a poblaciones polacas y adjudica otros tantos a través de las ayudas EEA. Empresas noruegas, como Making Waves, tienen oficinas en Polonia que promueven los valores europeos, la tolerancia e impulsan el intercambio cultural con un país que, desde hace tiempo, se aleja cada vez más de esas ideas.

Al igual que Krasnik, casi un centenar de pueblos y ciudades polacas hicieron declaraciones similares, con un valor más simbólico que otra cosa. Pero ahora, muchos de ellos se están echando atrás por miedo a perder subvenciones y convertirse «en el hazmerreír de Europa«, como dijo hace poco el alcalde de la propia Krasnik. En cambio, hace tres meses, Wilamowice, un pueblo de unos 3.000 habitantes, votó a favor de mantener la controvertida etiqueta. El regidor, al saber que las arcas municipales perderán unos siete millones de euros por ello, dijo estar «hecho polvo».

Daniel, que no quiere dar su verdadero nombre, es otro parroquiano fijo del Lindo. Su «camino hacia el arcoíris», como le gusta llamar a su periplo personal de aceptación, también incluyó episodios sórdidos, como encuentros ocasionales con albañiles ucranianos con los que apenas llegó a cruzar una palabra. Después de recibir dos veces una paliza para quitarle el dinero, Daniel decidió apuntarse a un gimnasio y aprender a pelear. Sus planes de emigrar a Londres quedaron frustrados por el Brexit y dice que no puede evitar mirar con desconfianza a todo el que se acerque a él diciendo ser gay y pretendiendo que ello sea suficiente para ser amigos. Tiene siempre a mano el móvil con el número de su hermano, que es abogado, en marcado rápido. Es, con diferencia, la cara menos sonriente de la noche en el bar y antes de continuar bebiendo sentencia con amargura: «Polonia es una taza de váter que, por mucho que tires de la cadena, siempre estará llena de mierda«.

Prácticamente, la totalidad del Gobierno polaco ha insultado al colectivo LGBT, despreciado o aplaudido actitudes homófobas invocando al pueblo, la Iglesia católica y la ‘civilización europea’ como justificación de su odio. «los LGBT no son personas, son ideología», ha dicho el presidente del país. «Los gais son una amenaza para Polonia», ha declarado el jefe del partido gubernamental (PiS) —el oscuro Jaroslaw Kaczynski—. El ministro de Educación, Przemysław Czarnek, ha llegado a defender los castigos corporales y que comentó el último Desfile del Orgullo como «un circo ambulante de degenerados que no tienen los mismos derechos que las personas normales».

Los que resisten

Jakub, nuestro último testimonio de la noche en Cracovia, dice habérselas arreglado para vivir ajeno a todo eso. Alcanzó una efímera notoriedad en YouTube con sus vídeos de canciones escatológicas e ingenuas. Ahora, su trabajo como vendedor en una galería comercial —»sencillo, pero no simple»— le deja tan cansado que al final de la jornada solo piensa en hablar por teléfono con su familia y amigos, que no solo saben que es gay, sino que «eso hace que les caiga mejor». Sus pequeñas extravagancias, como disfrazarse con ropa de verano en invierno y viceversa, y su desapego por la política definen su personalidad mejor que sus compañeros de intimidad. Asegura ser apolítico y religioso. Hace tres años pagó a su madre un viaje al Vaticano del que volvió cargada de ‘souvenirs’ de Juan Pablo II para él.

Cuando la realidad se convierte en un lugar asfixiante, siempre queda la ficción. Con la esperanza de influir en la realidad para cambiarla, o tal vez simplemente aprovechando la polémica para obtener publicidad gratuita, algunas televisiones polacas han anunciado programas que abordan el tema LGBT. Está previsto que en unos meses comience a emitirse un ‘reality show’ de citas entre hombres, y estos días se rueda en Varsovia una comedia en la que un polaco de izquierdas y un ultranacionalista se enamoran.

Pero la materialización de estas políticas van más allá de colocar a Polonia como el peor país para los LGTB por segundo año consecutivo, según la ONG ‘Rainbow Europe’ (Arcoíris Europa), financiada por la Unión Europea. Son también una autorización explícita para la represión y las agresiones a las minorías. Poco importa que el alcalde de Varsovia se deje ver desfilando el Día del Orgullo, que haya un partido político con representación parlamentaria cuyo líder es abiertamente gay o que sea frecuente ver a gente portando una bolsa con los colores del arcoíris en cualquier ciudad polaca. Cuando las instituciones de un Estado que se asoma al autoritarismo como el polaco eligen a un enemigo, hay poco que hacer.

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