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Son niños franceses, alemanes, españoles… pero Europa no los quiere

El País.- Los países de la UE dan la espalda a cientos de menores alojados en los campos de familias del ISIS en Siria, pese a la falta de recursos, el riesgo de radicalización y ahora de propagación del coronavirus

Aquella mañana había tres familias que iban a entrar en el campo. Unos austriacos, otros suecos y, por último, unos franceses. Las dos primeras accedieron; la pareja de franceses, Marc y Suzanne Lopez, no. Se quedaron a las puertas. No les dejaron ver a sus cuatro nietos, alojados junto a su madre en el campamento de Al Roj, en el vértice noreste de Siria, a una treintena de kilómetros de la frontera iraquí y algo más de una docena de la turca. Era el 16 de junio de 2019. Marc y Suzanne (prefieren evitar en la prensa sus verdaderos nombres de pila), de 66 y 64 años, profesores ya retirados, habían obtenido, tras seis días de papeleos y reuniones, los permisos de las autoridades kurdas, al mando en Al Roj. El fin de un periplo que los había llevado desde París a Irak y desde allí hasta este pedazo de tierra siria cercada en el que residen apresadas cientos de familias, mujeres y niños, vinculadas de un modo u otro al terrorífico proyecto yihadista del Estado Islámico (ISIS, en sus siglas en inglés). “La autorización”, relata Marc, “fue bloqueada en el último momento. Nuestros contactos locales nos dijeron claramente que fue Francia la que se opuso a la visita”.

Como los nietos de los Lopez, otros cerca de 300 niños franceses, hijos adoptivos de ese califato levantado por yihadistas de medio mundo hace seis años, aguardan destino en campamentos custodiados por milicianos kurdos. Lo hacen alrededor de 150 menores alemanes, más de medio centenar de belgas, unos 60 británicos, 17 españoles… En total, cerca de 800 niños europeos que, salvo excepciones, sus países de origen no quieren ver de vuelta, bien porque sus madres quieran regresar con ellos, bien por representar un futuro problema de seguridad. Una nueva falla en la gestión europea del fenómeno ISIS, que se hace aún más grave ante la amenaza de expansión del coronavirus en los campos, atestados y sin recursos.

Según la ONG Save the Children, cerca de 9.500 niños de 40 nacionalidades viven entre Al Hol, el campo de familiares del ISIS más poblado (alrededor de 65.000 personas), en Al Roj y Ain Isa. Las autoridades kurdas han pedido a los países de origen que se los lleven, pero la respuesta, especialmente desde la Unión Europea, ha sido tibia o no ha sido. Save the Children contó algo menos de 350 repatriaciones de menores entre enero y octubre de 2019. La cosa no ha cambiado mucho desde entonces, más bien al contrario. De aquellos 350 retornos, la inmensa mayoría fueron a Kazajistán y Kosovo, seguidos de Francia, con 17 niños -desde el pasado verano no ha habido más repatriaciones-; Suecia, con siete; Bélgica, seis; Noruega, cinco; los Países Bajos, dos, y Dinamarca, uno.

En esta cuenta, a la que habría que sumar decenas de menores rusos, entran los acuerdos de repatriación entre kurdos y países de origen. Otra cosa son las deportaciones que realiza Turquía de mujeres, hombres y niños que vivieron aquel califato y acabaron bajo su custodia al tratar de huir por su frontera.

Léonard, de 34 años, hijo de Marc y Suzanne, llegó a Mosul junto a su familia a finales del verano de 2015. En abril de 2018 cayeron en manos de las milicias kurdas. Léonard fue encerrado en la cárcel siria de Derik hasta finales de enero del pasado año, cuando fue trasladado a Irak –“a iniciativa evidente de Francia”, dice su padre- y condenado a muerte. Ese camino lo recorrió con otros 10 franceses. Francia, especialmente castigada en el último lustro por atentados yihadistas, a la vez que origen del mayor número de europeos que viajaron a Siria e Irak tras la proclamación del califato, es sin duda uno de los países más duros en la gestión de posibles retornos.

Pero no es el único. Según los datos facilitados por Hayat Deutschland, organización alemana que ofrece asistencia a familias de radicalizados, entre los campos de Al Hol y Al Roj, en territorio sirio, hay 130 menores con raíces en Alemania. De estos, Berlín ha repatriado “activamente” a cuatro. Otros tres, según Hayat Deutschland, regresaron junto a su madre por iniciativa de un diplomático estadounidense, debido a que existía un cuarto menor de esa nacionalidad bajo los cuidados de esta mujer.

En otros países europeos es la justicia la que se abre camino, pero solo a medias. Es el caso de Bélgica, con 54 menores entre Al Hol y Al Roj. Los tribunales han obligado al Estado a traer a una decena de esos niños. No obstante, según quedó sentenciado en febrero, lo hará una vez que los padres den su consentimiento y no quieran volver con ellos, algo que no va a ser fácil. En el Reino Unido, los criterios no están claros -el Gobierno ha repatriado a “varios”, sin mucha más información- y tampoco hay consenso. Ni mucho menos lo hay en los países nórdicos, en los que como en Noruega o Finlandia, abrir la caja de Pandora de las repatriaciones ha derivado en crisis en las coaliciones de gobierno. En España tampoco hay acuerdo: el departamento de Exteriores se ha mostrado favorable a traer a los niños, mientras Interior es reacio.

Y mientras, el tiempo pasa y los niños crecen en una suerte de miniciudades amputadas a ese terrible califato, pero donde la ideología yihadista no se ha esfumado. El pasado noviembre, el think tank International Crisis Group, que ha visitado los campos en varias ocasiones, alertaba de la posible radicalización de menores -llegaba a citar dos casos de violaciones de niños mayores a niñas más pequeñas a “instancias de madres militantes”-. A esta amenaza se une ahora la de la propagación de la Covid-19. Las autoridades kurdas, como han reconocido, no tienen recursos para testearlo o tratarlo.

Marc y Suzanne Lopez, miembros del Colectivo de Familias Unidas, una organización francesa muy activa en la lucha por la repatriación de los menores, no se rindieron aquel 16 de junio. Dos días después de recibir aquel portazo, regresaron al campo para dejar los juegos, cuentos y libros de estudio que habían llevado a sus nietos. Ahora sí, con una alambrada de por medio pudieron verlos, llamarlos y conversar con ellos por un brevísimo instante. Después de eso, tuvieron que regresar a París. Nueve meses después, siguen esperando.

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