A mí también me ha pasado: el machismo en la universidad
Fuente: Diario.es
Fecha: 19/02/2017
Hace unos días, eldiario.es lanzaba la iniciativa #Amítambién, publicando un vídeo con testimonios de mujeres famosas en el campo de la política, la ciencia, la música, el cine o los medios de comunicación que contaban experiencias machistas que habían sufrido en el desarrollo de sus profesiones. También hace dos semanas, con motivo del día internacional de la mujer y la niña en la ciencia, escribí en este mismo diario un artículo ( Ellas conocerán, ellas investigarán) en el que analizaba las mayores dificultades que tienen las mujeres para realizar sus carreras científicas y universitarias. En él decía que una de las cuestiones que caracteriza el machismo en la universidad es la poca conciencia que la comunidad universitaria, y las mujeres universitarias en particular, tienen de su existencia. Algo que ocurre porque pocas instituciones juegan tanto como lo hace la universidad con la idea de que las actuaciones de sus miembros se guían siempre por el principio de mérito y capacidad.
Sin embargo, es un hecho evidente que la universidad, como demostraba en mi artículo anterior, favorece las carreras universitarias de los hombres, dejando así a muchas mujeres muy válidas en la cuneta, o atrapadas a lo que conocemos como suelo pegajoso. No hay mejor prueba de ello que el hecho de que las mujeres somos mayoría como estudiantes y egresadas pero solo representamos el 20% de todas las cátedras.
Pero creo más interesante contar aquí, como han hecho las mujeres que grabaron los vídeos a los que me referí al principio, testimonios propios y vividos directamente por mí.
A mí también me ha pasado, siendo doctoranda y cuando me encontraba en los hoteles donde se celebraban los primeros congresos a los que asistía, que profesores famosos y poderosos me tiraran los tejos más o menos explícitamente, que me rozaran de manera disimulada o incluso que alguno de ellos, sin que yo lo deseara o lo hubiera propiciado, se informase del número de mi habitación y llamara por la noche a mi puerta. Así me ocurrió en un congreso en Milán, cuando tenía 24 años: estaba tan agobiada de los golpecitos que tuve que poner un sillón contra la puerta.
A mí también me ha pasado que, siendo ya doctora, tuve superiores que me mandaban mensajes invitándome a intimar más allá del departamento o que me llamaban por teléfono a mi casa, colgando, eso sí, cuando era mi marido el que lo cogía. Y ya con unos años de profesora he recibido anónimos en mi casillero con comentarios groseros sobre la forma en que me cae la ropa o se perciben mis contornos cuando trabajo.
He de decir que nunca he tenido ninguna relación sexual o sentimental con ningún hombre con el que tuviera una relación jerárquica o de poder y que por tanto, supe zafarme de todas esas circunstancias, pero conozco a quienes quedaron atrapadas y manchadas por ellas.
A mí también me ha pasado que mis méritos han sido siempre puestos en cuestión y achacados a la influencia de los hombres. Cuando acabé mi tesis en el Instituto Europeo de Florencia, concursé a una plaza de titular en una universidad británica cuya convocatoria había leído en las páginas de ofertas académicas que The Guardian sacaba todos los martes. No conocía a nadie en el departamento que me contrató pero mis amigos y amigas que habían permanecido en la universidad española me decían que algunos colegas, al enterarse de mi promoción, hacían comentarios del tipo «con quién se habrá acostado». Cuando una década después, con 37 años, me nombraron vicerrectora en mi universidad, ya en España, se difundió el bulo en mi universidad de que mi nombramiento tenía que ver con que mi marido era un alto cargo político. Una estupidez, aunque bien significativa, porque a mi actual marido lo conocí después de ser nombrada vicerrectora y cuando no tenía ningún tipo de cargo político o público.
A mí también me ha pasado que mi carrera se ha retrasado por el simple hecho de ser mujer. Cuando volví a la universidad española, después de 12 años en universidades europeas y de haber sido contratada como profesora titular en una inglesa se me coaccionó para no presentarme a una plaza recién convocada porque, según reconocía el presidente del tribunal y catedrático del departamento, yo tenía un curriculum más competitivo que su candidato, aunque me consolaba diciéndome que, al ser «tan guapa y tan simpática» no tendría problemas para sacar pronto una plaza en España. Lo que ocurrió fue que hubo un cambio de sistema y tardé seis años en tener la posibilidad de presentarme a una plaza de titular de universidad.
A mí también me ha pasado en reuniones o incluso en actividades científicas y sobre todo en los consejos de gobierno y de dirección, que algunos colegas varones repitan, por supuesto con más pompa y tomándose mucho más tiempo, los argumentos o propuestas que hace unos minutos yo había expuesto, apropiándose de mis ideas como si fueran suyas y logrando que consten en las actas o conclusiones como si realmente yo no hubiera dicho nada antes que ellos.
A mí también me ha pasado que mi trabajo científico ha sido despreciado por el simple hecho de estar dirigido a descubrir los sesgos de género de todo tipo que envuelven la realidad social que estudio. Algunos colegas que formaban parte de un consejo editorial prohibieron que el libro que publiqué en español como resultado de mi tesis doctoral llevara la palabra género en el título porque, en su opinión, el único género que reconocían era el de punto, cuando para entonces los estudios de género tenían más de dos décadas de historia.
A mí también me ha pasado que algunos hombres con más poder que yo han utilizado su influencia para zaherirme o despreciar mi obra científica, aunque eso fuera a costa de mostrar una ignorancia supina y una falta de cultura y de educación verdaderamente inimaginable en miembros de la institución donde se supone que trabajan las personas más inteligentes. La palma en este sentido se la lleva uno de los siete varones del tribunal de habilitaciones que pasé para poder presentarme a las oposiciones de titular de universidad. Tras mi ejercicio de investigación dijo, en público en su turno de preguntas y comentarios, que era «una pena que con lo brillante que es la candidata se dedique a cosas tan poco científicas como esto del género, cuando ella sabe, porque ya se lo he dicho repetidas veces, que debería de investigar sobre el sexo, que es mucho más divertido».
A mí también me ha pasado, como a muchísimas más mujeres, que tras acabar el permiso de maternidad me habían quitado la silla o echado por alto la labor de años antes, o incluso tu trabajo, sobre todo teniendo un puesto de responsabilidad y poder, como era mi caso. Entre otras cosas, a mí me acusó un colega de no haber hecho determinadas acciones durante mi permiso de maternidad y cuando argumentaba que era imposible haberlas hecho porque estaba precisamente de permiso de maternidad, me dijo que eso no era excusa. Por eso defendí a Soraya Sainz de Santamaría o a Susana Díaz cuando volvieron enseguida a sus responsabilidades políticas. Sabían muy bien lo que les podía pasar, incluso siendo sus puestos de mucha mayor responsabilidad que el mío de vicerrectora. No porque no tomarse el permiso de maternidad fuera lo ideal sino porque ellos, nuestros colegas varones, no se toman el permiso de paternidad, y tal y como está la sociedad, la ausencia de los puestos de responsabilidad se paga. Por eso hay que cambiar nuestra sociedad y cambiar la universidad.
A mí también me han pasado situaciones como estas que les suceden día a día a millones de mujeres y por eso me sumo a la denuncia. Las mujeres no podemos callarnos por simple vergüenza, porque pensemos que así somos menos incómodas al sistema y nos irá mejor, o porque creamos que con el discurso de la meritocracia nuestros logros serán más exclusivos y nosotras más especiales y justamente recompensadas. Como dijo una gran maestra a su discípula para animarla a escribir sobre el machismo, «atrevámonos a escribir y a contar lo que ellos son capaces de hacer».