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Tres retratos de menores migrantes hoy que dinamitan todos los prejuicios

Público.- Mansur es socio de un hotel. Moa es jefe de cocina. Ilías es camarero. Los tres eran unos niños cuando entraron en España de forma ilegal. Hoy están plenamente integrados en una sociedad, la española, que les ha dado una oportunidad de futuro.

La de Mansur Lakrad es una historia paradigmática. Nació en un pequeño pueblo cerca de Marraquech en el seno de una familia que no conocía la luz eléctrica ni el agua corriente. A los 14 años se le encendió el sueño de Europa y abandonó la escuela.

La de Mansur Lakrad es una historia paradigmática. Nació en un pequeño pueblo cerca de Marraquech en el seno de una familia que no conocía la luz eléctrica ni el agua corriente. A los 14 años se le encendió el sueño de Europa y abandonó la escuela.

En contra del deseo de sus padres, se plantó en Tánger para intentar colarse en los bajos de los camiones que atraviesan la frontera. Como decenas de niños cada día. No hubo suerte. Tras dos semanas malviviendo en la calle, regresó al pueblo de sus padres en busca de dinero. El pasaje de una patera costaba entonces 200.000 pesetas. Toda una fortuna. Su madre acabó vendiendo animales y Mansur regresó a Tánger decidido a cruzar el Estrecho.

La noche que se echaron al agua con la patera llovía a cántaros. El patrón los dejó a pocos metros de la costa de Cádiz para regresar a por otro cargamento. Los chavales se pusieron nerviosos y empezaron a saltar al agua de forma desordenada. Mansur no sabía nadar. Pero lo salvó un milagro. Dos chicos lo agarraron y lo dejaron en la orilla mientras todos se desperdigaban por el bosque. Pasó dos días vagando por el monte, expuesto al hambre, el frío y la lluvia.

La de Mansur Lakrad es una historia paradigmática. Nació en un pequeño pueblo cerca de Marraquech en el seno de una familia que no conocía la luz eléctrica ni el agua corriente. A los 14 años se le encendió el sueño de Europa y abandonó la escuela.

Y sucedió el segundo milagro. Una familia de Córdoba lo acogió en casa, le proporcionó un techo y lo matriculó en la escuela. En 2008 terminó la carrera de Derecho y Empresariales. Y hoy es socio cooperativista de un coqueto hotel de cuatro estrellas situado en el corazón del casco histórico de Córdoba. El establecimiento se encuentra en stand by desde marzo de 2020. «Aquí estamos aguantando el chaparrón», asegura en un perfecto español en relación a la pandemia. El turismo ha empezado a reactivarse pero no aún lo suficiente como para abrir las puertas del hotel. «Queremos abrir en septiembre u octubre».

A Mansur Lakrad el último incidente de Ceuta le ha removido las entrañas. Los cientos de niños que lanzó el rey de Marruecos en la frontera del Tarajal son, en cierta medida, el espejo en que observa su propio periplo personal. «Tengo sensaciones encontradas», señala. «Es evidente que se trata de una cuestión política entre dos países, pero quienes salen perjudicados son las personas vulnerables. Sobre todo, las del norte de Marruecos. Allí la situación es muy difícil. Llevan año y medio con la actividad comercial cerrada, sin turismo ni ayudas de ninguna clase», lamenta el joven marroquí.

Y agrega «Los niños son utilizados como armas para conseguir objetivos políticos. Marruecos está chantajeando a la UE y lo está consiguiendo. Cuando hay países que hacen el trabajo sucio de la inmigración pasan estas cosas», reflexiona. «Me produce tristeza que se juegue con los sentimientos y la vida de la gente inocente». Más enojado se muestra con los grupos xenófobos que ponen en el centro de la diana a los menores extranjeros no acompañados, más conocidos por su acrónimo mena. «Es repugnante. Se dedican a hacer la campaña electoral basada en los menores inmigrantes, cuando no constituyen ningún problema. No se debería tolerar en un país democrático».

Mansur tiene hoy 35 años, veinte de los cuales lleva ya residiendo en España. Cada año regresa a Marruecos para visitar a su familia, que sigue viviendo del campo. Y no hay mes que no les envíe ayuda económica. Su proyecto migratorio no ha sido el único de la familia. Al menos 20 primos directos han emigrado ya a Italia y España. El último hace tan solo cinco meses a través de Canarias. Todos ellos han logrado entrar en Europa en patera o escondido en los bajos de un camión.

No es el caso de Mohamed Mohammadi. O, al menos, no exactamente. Él atravesó la frontera de Ceuta oculto en el doble fondo de un todoterreno. En el mismo escondite en que los contrabandistas guardan la mercancía que luego venden en la medina de Tetuán o de Tánger. Moa (es su apodo) también pasó con solo 14 años, gracias a un familiar que se dedica al estraperlo. «No tenía esperanzas ni sueños que cumplir. Solo venir a Europa», explica vía telefónica desde Alicante.

Su familia se opuso a su proyecto migratorio. Pero Moa tenía la idea en la cabeza incrustada con cemento armado. Lo intentó una y otra vez. Eso sí: nunca en patera. Le da pánico el mar. Hasta que alcanzó Algeciras. Durante algunas semanas se alojó en casa de parientes lejanos. Y finalmente cayó en manos de una familia española de acogida. Entonces todo cambió. Se instaló en Alicante y su nueva familia le dio una oportunidad, que no desaprovechó. «Son casi como mis padres. Y tengo dos nuevas hermanas, Marina y Candela, de 17 y 21 años», asegura en un limpio español.

La de Mansur Lakrad es una historia paradigmática. Nació en un pequeño pueblo cerca de Marraquech en el seno de una familia que no conocía la luz eléctrica ni el agua corriente. A los 14 años se le encendió el sueño de Europa y abandonó la escuela.

Y sucedió el segundo milagro. Una familia de Córdoba lo acogió en casa, le proporcionó un techo y lo matriculó en la escuela. En 2008 terminó la carrera de Derecho y Empresariales. Y hoy es socio cooperativista de un coqueto hotel de cuatro estrellas situado en el corazón del casco histórico de Córdoba. El establecimiento se encuentra en stand by desde marzo de 2020. «Aquí estamos aguantando el chaparrón», asegura en un perfecto español en relación a la pandemia. El turismo ha empezado a reactivarse pero no aún lo suficiente como para abrir las puertas del hotel. «Queremos abrir en septiembre u octubre».

A Mansur Lakrad el último incidente de Ceuta le ha removido las entrañas. Los cientos de niños que lanzó el rey de Marruecos en la frontera del Tarajal son, en cierta medida, el espejo en que observa su propio periplo personal. «Tengo sensaciones encontradas», señala. «Es evidente que se trata de una cuestión política entre dos países, pero quienes salen perjudicados son las personas vulnerables. Sobre todo, las del norte de Marruecos. Allí la situación es muy difícil. Llevan año y medio con la actividad comercial cerrada, sin turismo ni ayudas de ninguna clase», lamenta el joven marroquí.

Y agrega «Los niños son utilizados como armas para conseguir objetivos políticos. Marruecos está chantajeando a la UE y lo está consiguiendo. Cuando hay países que hacen el trabajo sucio de la inmigración pasan estas cosas», reflexiona. «Me produce tristeza que se juegue con los sentimientos y la vida de la gente inocente». Más enojado se muestra con los grupos xenófobos que ponen en el centro de la diana a los menores extranjeros no acompañados, más conocidos por su acrónimo mena. «Es repugnante. Se dedican a hacer la campaña electoral basada en los menores inmigrantes, cuando no constituyen ningún problema. No se debería tolerar en un país democrático».

Mansur tiene hoy 35 años, veinte de los cuales lleva ya residiendo en España. Cada año regresa a Marruecos para visitar a su familia, que sigue viviendo del campo. Y no hay mes que no les envíe ayuda económica. Su proyecto migratorio no ha sido el único de la familia. Al menos 20 primos directos han emigrado ya a Italia y España. El último hace tan solo cinco meses a través de Canarias. Todos ellos han logrado entrar en Europa en patera o escondido en los bajos de un camión.

No es el caso de Mohamed Mohammadi. O, al menos, no exactamente. Él atravesó la frontera de Ceuta oculto en el doble fondo de un todoterreno. En el mismo escondite en que los contrabandistas guardan la mercancía que luego venden en la medina de Tetuán o de Tánger. Moa (es su apodo) también pasó con solo 14 años, gracias a un familiar que se dedica al estraperlo. «No tenía esperanzas ni sueños que cumplir. Solo venir a Europa», explica vía telefónica desde Alicante.

Su familia se opuso a su proyecto migratorio. Pero Moa tenía la idea en la cabeza incrustada con cemento armado. Lo intentó una y otra vez. Eso sí: nunca en patera. Le da pánico el mar. Hasta que alcanzó Algeciras. Durante algunas semanas se alojó en casa de parientes lejanos. Y finalmente cayó en manos de una familia española de acogida. Entonces todo cambió. Se instaló en Alicante y su nueva familia le dio una oportunidad, que no desaprovechó. «Son casi como mis padres. Y tengo dos nuevas hermanas, Marina y Candela, de 17 y 21 años», asegura en un limpio español.

En la casa de acogida se sometió a las reglas de cualquier hogar. Estudiar y labrarse un futuro. «Era una motivación. Y me sentía como uno más», afirma. Hizo hasta segundo de bachillerato y realizó un ciclo superior de mecánica de barcos. Y, de repente, descubrió su vocación: el arte culinario. Hoy es jefe de cocina en un restaurante. Tiene casa, coche propio y se siente en España como pez en el agua.

Los sucesos de El Tarajal lo han descuadrado. «Tengo empatía por los chavales. Sé por qué lo hacen y me duele en el alma». Se refiere a los cientos de menores que cruzaron la frontera y hoy pugnan por encontrar una rendija de entrada a la península. «Cuando eres niño no ves el peligro», reflexiona. «Pero si no ves futuro te buscas la vida como hace cualquier pájaro migratorio». Y ahora los niños han sido un mero instrumento en medio de un conflicto político entre dos países vecinos.

Otro capítulo aparte son los grupos que agitan el espantajo de los llamados mena para provocar miedo y repulsa. Moa no esquiva el debate. «Hay personas que intentan infundir odio», declara. «Como los carteles de Vox en Madrid. Yo he sido mena y no me he llevado ni un duro», dice en referencia a la campaña del grupo ultraderechista que aseguraba que el Estado dedicaba a los menores inmigrantes ocho veces más que a una jubilada. «Gracias a dios, no todo el mundo se cree esas cosas».

Según dice, la mayoría de los menores inmigrantes de Alicante que conoce están integrados. «No son médicos ni doctores, pero se buscan la vida trabajando. No conozco a nadie que viva del cuento ni delinquiendo«. Su familia marroquí se siente ahora orgullosa de sus logros personales. Saben que Moa ha encontrado en España un lugar en el mundo. Y que es feliz.

Ilías Abakkoy sí cruzó el Mediterráneo en patera. Oriundo de Alhucemas, tenía 17 años cuando tomó la decisión. El boleto del Estrecho le salió relativamente barato: 700 euros. Pasó mucho miedo. Su familia tampoco aplaudió la aventura. Y, al igual que ocurre con miles de menores no acompañados, poco pudo hacer para frenar el sueño migratorio. «Vine para mejorar mi vida y ayudar a mi familia», argumenta vía telefónica desde Jerez (Cádiz).

Ilías fue acogido en un centro de menores de Málaga, primero, y Arcos (Cádiz), después. Cuando cumplió los 18 años tuvo que abandonarlo. Salió sin papeles y con los bolsillos vacíos. Pero se le encendió la luz. La asociación Voluntarios por Otro Mundo, que preside José Chamizo, le buscó una plaza en un piso para jóvenes ex tutelados. Michel Bustillo, delegado en Jerez, le ayudó a regularizar su situación administrativa y a formarse en cursos de hostelería. Hoy es camarero en un bar desde hace tres años. Tiene casa propia, coche y un futuro al que agarrarse. «Estoy muy bien. He venido sin nada y tengo casi todo lo que necesito», sostiene.

Justamente por eso se siente solidario con los cientos de compatriotas que intentan abrirse camino en Europa. «No puedo juzgarlos. Yo también lo hice. Es normal cuando alguien quiere mejorar su vida». Y avisa: «Nosotros no venimos aquí a perder el tiempo ni a cobrar ayudas ni a robar. Venimos a trabajar como los españoles cuando iban a Alemania».

Las de Mansur, Ilías y Moa son tres crudas historias con final feliz. Pero no todas terminan así. Muchas otras descarrilan. Generalmente por la falta de medios para atender adecuadamente a chavales que están en pleno proceso de formación. Los menores no acompañados suelen ingresar en centros tutelados por las comunidades autónomas. A los 18 años la tutela caduca. Algunos logran reengancharse en pisos para jóvenes ex tutelados. Muchos otros van a la calle. Sin medios de subsistencia y sin documentación.

Economía sumergida y explotación

Ana Palacios es responsable de alojamientos para jóvenes inmigrantes en Córdoba Acoge. «Los chicos que llegan aquí son los que más oportunidades tienen para integrarse. Tienen mejores habilidades sociales y están más preparados». Y aún y así sus opciones de acceso laboral son limitadas y en condiciones de precariedad. «Es bastante complicado. Muchos caen en la economía sumergida y son explotados», lamenta.

No es la única barrera. Otro obstáculo difícil de salvar es el de la regularización administrativa. «Para renovar su documentación, tienen que demostrar que son autosuficientes desde el punto de vista económico. Antes éramos nosotros quienes facilitábamos el proceso administrativo. Pero desde enero no se están aceptando», protesta.

El resultado es que muchos chavales que están preparados ya para integrarse en el mercado laboral no pueden ser contratados por trabas administrativas. «Estamos atados de pies y manos», asegura Palacios.

La técnico social deplora la estigmatización que sufren estos chicos y denuncia la «manipulación» de ciertos grupos para atacar «al más débil». «Juegan con el miedo», subraya. Los menores extranjeros no acompañados vienen a España en pleno proceso madurativo y, por tanto, en situación de especial vulnerabilidad. «Todo depende de su proceso educativo. Y hay quien cae en situaciones conflictivas y quien no. Exactamente igual que cualquier niño».

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