Una red para proteger la vida de los activistas de derechos humanos
El País.- Los acompañantes internacionales cuidan a líderes y lideresas sociales en Colombia, un país donde 486 han sido asesinados desde que se firmaran los acuerdos de paz hace tres años
En buena parte de la convulsa región colombiana del Catatumbo, fronteriza con Venezuela, la vida se mueve alrededor de la coca y la paz dista mucho de ser una realidad. La donostiarra Helena Ruiz y la zaragozana Sara de Alfonso llevan casi quince días pernoctando aquí, en la casa del líder cocalero César Ruíz. Son acompañantes internacionales de la ONG catalana International Action Peace (IAP). Forman parte de esos muchos jóvenes de diferentes partes de Europa y América que se formaron como voluntarios para ir a zonas en grave conflicto y tienen la valentía de estar en terreno, en primera línea, al lado de activistas amenazados de muerte. No les gusta que les llamen escudos humanos porque no lo son. Son solo personas que con su presencia física acompañan a personas que por su trabajo comunitario, medioambiental o en defensa de los derechos humanos están en riesgo.
Es el caso de César Ruiz, un dirigente de la Coordinadora Nacional de Cultivadores de Coca, Amapola y Marihuana (COCCAM), la plataforma que aboga por una sustitución de cultivos de coca concertada con las comunidades como estipulan los acuerdos de paz. La vida de este líder cocalero se mueve en aguas turbulentas. “He recibido amenazas que no sé de dónde vienen. Me siento en alto riesgo de ser asesinado”, afirma uno de los 591 líderes sociales bajo riesgo en Colombia, un país donde, según la Defensoría del Pueblo, ya han asesinado a 486 defensores y defensoras de derechos humanos desde la firma de los acuerdos entre el Gobierno y la guerrilla de las FARC hace tres años.
77 de ellos eran cocaleros que impulsaban la sustitución. “Nos estamos echando esta carga al hombro de concienciar a la gente, convocar y acompañar en la sustitución de cultivos. El gobierno no está cumpliendo con la implementación de los proyectos de desarrollo alternativo y encima recibimos amenazas y nos asesinan porque ponemos en riesgo la economía de muchas personas, entre ellos la de grandes empresarios con implicaciones políticas”, dice Ruíz.
Gracias a las acompañantes, Ruíz no ha dejado de hacer su trabajo pese a las amenazas. Se sigue desplazando por la zona en su destartalada motocicleta, pero ahora llevando siempre montadas detrás a dos personas que con sus visibles chalecos naranjas le generan espacios de seguridad y tienen un efecto disuasorio. “Nunca llegas a ser consciente de la importancia de nuestro trabajo pero los líderes a los que acompañamos si lo son y agradecen tu presencia. Ahora mismo llevamos dos semanas en este lugar y no sucede nunca nada, pero es que de pronto no pasa nada precisamente porque estamos nosotras y eso está muy bien. Otras veces hemos ido con personas que llevaban meses sin poder entrar a su comunidad y con nosotras sí pudieron hacerlo”, explica Helena Ruiz.
El acompañamiento internacional no alcanza para tantos y tantos líderes y lideresas que viven en comunidades amenazadas, pero si se ha mostrado muy eficaz como forma de protección. Es una figura de cooperación y solidaridad que además va más allá de la presencia física de los voluntarios en terreno. Visibilizar la situación de los defensores de derechos humanos con actividades de difusión y sensibilización, así como la incidencia política forma parte también del trabajo de acompañamiento. “Canalizar los posicionamientos y las demandas de las organizaciones a las que se acompaña es muy importante y necesario. Nos reunimos con otras ONG y movimientos sociales, con cuerpos diplomáticos y con autoridades militares y civiles del gobierno colombiano a los que les recordamos sus obligaciones en materia de derechos humanos. En ningún caso hacemos injerencia, solo acompañamos y más bien observamos”, explica Natalia Pelegrí, coordinadora de IAP que lleva cuatro años en Colombia.
IAP brinda acompañamiento a procesos organizativos campesinos en cuatro regiones del nororiente colombiano muy golpeadas por el conflicto armado. Pelegrí, su coordinadora, remarca que se definen como una medida de protección propia de las organizaciones y comunidades campesinas y de manera indirecta a las comunidades donde ese líder lleva a cabo sus diferentes actividades y reuniones. “La disuasión que pueda uno ejercer y la incidencia política va dirigida hacia todas esas personas y no a un liderazgo particular”.
La oficina base de IAP está en Barrancabermeja, un municipio petrolero de la región de Santander, en el llamado Magdalena Medio. Actualmente cuenta con un equipo de nueve personas, todas mujeres de diferentes lugares de España. Las nueve jóvenes han conocido de primera mano en sus acompañamientos la fragilidad de la paz colombiana sumergiéndose en regiones como el Catatumbo, el nordeste antioqueño, el Sur de Bolívar o el Meta donde todavía se viven realidades de guerra, donde otros actores armados reconfiguraron un nuevo conflicto copando el territorio dejado por las FARC y donde la coca continua siendo en algunos casos el motor de la economía. “Es la Colombia más olvidada y desatendida por el Estado que continua militarizando los territorios y vulnerando los derechos de las comunidades. Con el cambio de gobierno, contrario a los acuerdos, y el asesinato de líderes sociales y excombatientes de las FARC hay un retroceso”, explica la acompañante barcelonesa Sara Abril.
Botas de agua, impermeable, fiambrera, tienda de campaña, colchoneta para dormir, una luz frontal para los lugares donde no hay electricidad y siempre puesto un chaleco de un color llamativo para hacerse visible. Es el kit básico del acompañante internacional. Son todoterreno. “Si la persona que acompañamos se tiene que mover en moto, vamos en moto; si tiene que ir en bus, vamos en bus, y si tiene que quedarse a dormir en una aldea ahí nos quedamos también”, cuenta Sara Abril, ya preparada para irse al Catatumbo con otra compañera a suplir a Helena y Sara en el acompañamiento a César Ruíz.
Durante un año, las acompañantes conviven de manera muy intensa con comunidades campesinas y acompañan a los líderes sociales por las zonas más remotas del país. Los vínculos que se crean son muy fuertes. “Pasas mucho tiempo con ellos. Al final te van contando su vida, los muchos años que llevan defendiendo los derechos de su comunidad, como han tenido que aguantar todas las amenazas posibles o como sacrifican su vida personal. Nunca vamos a poder hacernos una idea de la magnitud de lo que viven y de las angustias que soportan. Se acaba creando una relación muy bonita donde dejas de ser un acompañante con un chaleco para pasar a ser Sara”, explica la joven.
La persecución y amenazas que sufren los líderes y lideresas sociales no son un fenómeno nuevo en Colombia. Se viene de un escenario de guerra donde la población civil que vivía en zonas de influencia de grupos armados insurgentes, fue estigmatizada y perseguida casi en igual medida que la guerrilla. La relación de la fuerza pública con la población no era la mejor y el campesino era considerado prácticamente un enemigo más por el ejército. Restablecer esa confianza es uno de los grandes retos de la construcción de paz. Tras la dejación de armas de las FARC, los factores de riesgo tampoco han desaparecido. Persisten los intereses económicos sobre su territorio, los conflictos por la tierra, la alta militarización y la presencia de grupos paramilitares y guerrilleros como el ELN, el EPL, y ahora también disidencias de las extintas FARC.
A diferencia además de etapas anteriores, hoy la violencia contra las organizaciones sociales se ha focalizado en líderes locales de base. Hay un aumento de la persecución asociada a las comunidades, organizaciones y liderazgos que están trabajando a favor de la implementación de los acuerdos de paz como es el caso de la sustitución de cultivos. “Asesinan a los líderes para romper el tejido social. En general, una de las luchas que aúna a todas las organizaciones que acompañamos, sean de la región que sean, es la de la permanencia en el territorio y como enfrentan a grandes empresas extractivas interesadas en los recursos naturales de sus tierras y que desplazan a las familias”. explica la tercera de las Saras en el equipo de IAP, la canaria Sara Rodríguez, encargada de incidencia política en la ONG.
Johana Silva, miembro del Centro de Estudios para la Paz, Cespaz, una organización con gran conocimiento sobre procesos organizativos sociales y temas de protección, opina de forma parecida: “La gente no defiende los derechos humanos como un fin en sí mismo sino que los defiende porque es la forma de asegurar su permanencia y su defensa del territorio; para ser, para estar, para no ser desplazado, para no perder el arraigo”.
Toda protección es poca
El acuerdo de paz había incorporado una visión de la seguridad más humana que iba más allá de la militarización del territorio. Se sabía que la violencia se dispararía durante el proceso de paz como ocurrió en El Salvador o en Guatemala pero nadie imaginó la dimensión que acabaría tomando finalmente con una sistematicidad y unos objetivos tan claros.
En un país con casi 500 líderes sociales asesinados en tres años, son muchas las voces que consideran que las instituciones, tanto nacionales, regionales como locales, deberían hacer mucho más. El gobierno responde, según cifras de la Unidad Nacional de Protección (UNP), que hoy hay 4.500 defensores y defensoras de derechos humanos protegidos que llevan escoltas armados, chaleco antibalas, teléfono móvil y se mueven en coche blindado. Para las organizaciones de acompañamiento, no obstante, estos esquemas de seguridad que solo se enfocan en la protección física e individual son insostenibles y pocos eficaces. “En los territorios rurales, el coche blindado no tiene por donde circular y el celular no te protege porque no hay señal. Hay que pensar mecanismos diferenciados para los territorios rurales que desde nuestra perspectiva deberían centrarse en fortalecer a la organización social y a sus propios mecanismos de protección”, dice Joahna Silva.
La representante de CESPAZ se refiere al repertorio de acciones comunitarias orientadas a autoprotegerse que las propias comunidades desarrollaron para defenderse en el marco del conflicto armado, las cuales les permitieron salvaguardar sus vidas y permanecer en el territorio. Crearon así comités de derechos humanos, refugios humanitarios, guardias indígenas y campesinas, y organizaron caravanas y misiones de verificación para visibilizarse a nivel nacional e internacional. “Nuestra propuesta para incrementar la seguridad de los líderes es la posibilidad de construir una ruta de protección territorial interinstitucional que tenga una concepción más colectiva e integral de la protección en torno a situaciones de riesgo. Sería unir y articular las capacidades de las comunidades con la capacidad de las instituciones y con la capacidad internacional en una ruta construida conjuntamente que combine la protección individual y colectiva”, explica Johana Silva.